Una periodista de AP, recién llegada de un viaje a Mogadiscio con las tropas de la Unión Africana en Somalia (AMISOM), nos dijo una vez a una compañera de El Mundo y a mí que iba a publicar "un reportaje que iba a enfadar a mucha gente". "No va a dejar a nadie indiferente", nos decía la criaturica, mientras nosotros nos preguntábamos si lo estaba diciendo en serio. Estábamos flipando tanto que no tuvimos ni que preocuparnos en contenernos la risa: nos dejó pasmados.
Lo de ir a Somalia me recuerda bastante al ir a Corea del Norte por el que muchos corresponsales extranjeros suspiraban cuando estaba en Pekín. Parece como si ir a Somalia fuera un símbolo de estatus entre los periodistas de la zona. Así que ahora ya tengo un galón en la pechera. O algo.
Y, en realidad, se trata de algo que puede hacer cualquier plumilla que viva por estas latitudes. A mí me ha costado año y pico de dar la chapa a AMISOM, pero al final ha colado, porque la perseverancia siempre da frutos. La perseverancia, los dólares y algún contactillo.
No hace falta ser un Sistiaga de la vida para ir a Somalia, en serio. Soy un ser de esos que mi abuela Pura habría tachado de cagueta, y no me llevé ningún mal rato. "Nunca me he sentido más segura en mi vida", me decía una compañera, que estuvo allí cuando Al Shabab todavía combatía en Mogadiscio. A mí estar rodeado de soldados no me tranquiliza en absoluto, pero bueno, digamos que no te sientes especialmente amenazado.
Ir a Somalia, de verdad, no es nada exclusivo: conozco cooperantes y gente de la ONU que se tiran allí media vida. Tampoco es que sea algo habitual, pero lo que pasa es que los periodistas somos bastante fantoches.
Las condiciones en las que uno se aloja, por lo menos con el Equipo de Información de Apoyo de AMISOM, son más bien buenas: compartes un barracón...
...con otros periodistas.
Aquí me encataría crear el bulo de que Xavi Aldekoa ronca, si no fuera porque la auténtica morsa era el fotógrafo de la EPA. Lo que también convendría decir es que el aire acondicionado debe de ser contaminante de cojones, pero qué bien sienta en los días de calor insoportable cuando llegas a tu habitación tras un día eterno de trabajo.
En otro barracón separado, había duchas y retretes compartidos. La vida en un búnker, lo podríamos titular. Los días fueron tan traquilos allí -más allá de las interminables horas de curro y escasas horas de descanso- que al final casi ni te das cuenta de que estás caminando entre sacos de arena.
Durante las primeras veinticuatro horas nos dio la sensación estar sólo comiendo, porque el programa que nos tenían preparado era relativamente relajado al principio y en la cantina que nos habían asignado se comía de cojones. Tienen azúcar blanco, croissants, melocotón en almíbar (productos obvios en Europa, pero difíciles de hallar en las capitales africanas) y té Lipton, pese a que Somalia es fronterizo con Kenia, que tiene una producción local deliciosa. Pero en la cantina de los logistas de SKA todo es comida importada para expatriados a cincuenta dólares la visita.
Nos daba vergüenza bufarnos hasta esos límites, pero los remordimientos se nos pasaron en el mismo momento en el que vimos natillas Pascual de chocolate a nuestra disposición. Gente sencilla, creo que sería el eufemismo. La vida del expatriado tiene esas cosas, a veces. A mí hace unos meses me dio un subidón de la leche al ver embutido Campofrío y galletas Gullón en el súper. A esos niveles nos movemos.
En el vuelo de Nairobi a Mogadiscio, en el que me he hartado de leer que otros tienen conversaciones interesantísimas con empresarios que hacen negocietes en Somalia, me toca al lado de un keniano que es técnico de fotocopiadoras, se va a Hargeisa a currar unos días y no me da demasiado palique. Agotada la charla, ya descendiendo junto a la costa somalí, me viene un chispazo a la cabeza. Descubro al fin por qué me empecé a hacer lo que hago. Es una estupidez -pensarán-, pero de verdad que nunca lo había visto así de claro. Porque me encanta contar historias. Y las de Somalia me faltaban. En los próximos días, caerán algunas por aquí. Espero también que con más gracia.
Lo de ir a Somalia me recuerda bastante al ir a Corea del Norte por el que muchos corresponsales extranjeros suspiraban cuando estaba en Pekín. Parece como si ir a Somalia fuera un símbolo de estatus entre los periodistas de la zona. Así que ahora ya tengo un galón en la pechera. O algo.
Y, en realidad, se trata de algo que puede hacer cualquier plumilla que viva por estas latitudes. A mí me ha costado año y pico de dar la chapa a AMISOM, pero al final ha colado, porque la perseverancia siempre da frutos. La perseverancia, los dólares y algún contactillo.
No hace falta ser un Sistiaga de la vida para ir a Somalia, en serio. Soy un ser de esos que mi abuela Pura habría tachado de cagueta, y no me llevé ningún mal rato. "Nunca me he sentido más segura en mi vida", me decía una compañera, que estuvo allí cuando Al Shabab todavía combatía en Mogadiscio. A mí estar rodeado de soldados no me tranquiliza en absoluto, pero bueno, digamos que no te sientes especialmente amenazado.
Ir a Somalia, de verdad, no es nada exclusivo: conozco cooperantes y gente de la ONU que se tiran allí media vida. Tampoco es que sea algo habitual, pero lo que pasa es que los periodistas somos bastante fantoches.
Mientras tanto, en Somalia y en el resto de países musulmanes, es tiempo de ramadán. Y servidor, como buen Paquito Martínez Soria, no está hecho a estas costumbres:
- Abukar, ¿vienes a desayunar con nosotros?
- No, gracias, estoy ayunando.
Las condiciones en las que uno se aloja, por lo menos con el Equipo de Información de Apoyo de AMISOM, son más bien buenas: compartes un barracón...
...con otros periodistas.
Aquí me encataría crear el bulo de que Xavi Aldekoa ronca, si no fuera porque la auténtica morsa era el fotógrafo de la EPA. Lo que también convendría decir es que el aire acondicionado debe de ser contaminante de cojones, pero qué bien sienta en los días de calor insoportable cuando llegas a tu habitación tras un día eterno de trabajo.
- Abukar, ¿vienes a comer con nosotros?
- No, gracias, estoy ayunando.
En otro barracón separado, había duchas y retretes compartidos. La vida en un búnker, lo podríamos titular. Los días fueron tan traquilos allí -más allá de las interminables horas de curro y escasas horas de descanso- que al final casi ni te das cuenta de que estás caminando entre sacos de arena.
Al día siguiente:
- Abukar ¿vienes a comer con nosotr....? mierda, perdona, siempre se me olvida que estás ayunando.
Durante las primeras veinticuatro horas nos dio la sensación estar sólo comiendo, porque el programa que nos tenían preparado era relativamente relajado al principio y en la cantina que nos habían asignado se comía de cojones. Tienen azúcar blanco, croissants, melocotón en almíbar (productos obvios en Europa, pero difíciles de hallar en las capitales africanas) y té Lipton, pese a que Somalia es fronterizo con Kenia, que tiene una producción local deliciosa. Pero en la cantina de los logistas de SKA todo es comida importada para expatriados a cincuenta dólares la visita.
- Abukar, ¿tienes un segundo? Es que mira...
- Javi, hablamos luego, que acaba de anochecer y voy corriendo a romper el ayuno...
Nos daba vergüenza bufarnos hasta esos límites, pero los remordimientos se nos pasaron en el mismo momento en el que vimos natillas Pascual de chocolate a nuestra disposición. Gente sencilla, creo que sería el eufemismo. La vida del expatriado tiene esas cosas, a veces. A mí hace unos meses me dio un subidón de la leche al ver embutido Campofrío y galletas Gullón en el súper. A esos niveles nos movemos.
- Ilyas, ¿quieres agua?
[Le doy una botella y cojo otra para mí del frigo de la sala común. Entra Abukar, su primo, y se echa las manos a la cabeza, porque le ha visto beber agua. Grita algo en somalí e Ilyas se queda paralizado. En efecto: aunque de forma involuntaria, le acabo de romper el ayuno]
En el vuelo de Nairobi a Mogadiscio, en el que me he hartado de leer que otros tienen conversaciones interesantísimas con empresarios que hacen negocietes en Somalia, me toca al lado de un keniano que es técnico de fotocopiadoras, se va a Hargeisa a currar unos días y no me da demasiado palique. Agotada la charla, ya descendiendo junto a la costa somalí, me viene un chispazo a la cabeza. Descubro al fin por qué me empecé a hacer lo que hago. Es una estupidez -pensarán-, pero de verdad que nunca lo había visto así de claro. Porque me encanta contar historias. Y las de Somalia me faltaban. En los próximos días, caerán algunas por aquí. Espero también que con más gracia.
Al final del viaje, frente al aeropuerto. Sólo nos queda despedirnos de Samira, una keniana-yemení que no es musulmana, pero guarda las apariencias porque trabaja donde trabaja. Me dirijo a ella con los brazos abiertos, a pesar de que una compañera me dice sin parar: "no la abraces, no la abraces".
- Venga, no seas tímida... [y la abrazo]
Ella fuerza media sonrisa y murmura entre dientes:
- Me podrían lapidar por ésto... je...
1 comentario:
...contar historias de personas y jirafas...como te dijo un sabio familiar.
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