Hace apenas unas semanas que ha terminado la estación de lluvias en Etiopía. El centro del país "es un altiplano enorme y vasto -escribía Kapuscinski en Ébano-, cortado por numerosos barrancos y valles [...] Aquí y allá, sobresalen una unas montañas de más de tres mil metros de altura que, a pesar de ello, no recuerdan en absoluto a los nevados y rocosos Alpes, Andes o Cárpatos. [...] Son unas montañas de piedra erosionada por el viento [...] y sus cimas aparecen tan planas y lisas que podrían servir de aeropuertos naturales". Así que la pista de Lalibela se antoja casi innecesaria. En una terminal de juguete, espera Tadessa, empleado del hotel en el que nos hospedaremos y que, en unas horas, se convertirá en nuestro guía. Pero eso aún no lo sabemos ni él ni nosotros.
El camino a Lalibela es, casi en la totalidad, cuesta arriba. La furgoneta azul en la que viajamos los blancos pasa veloz junto a los rebaños dirigidos por unos diminutos pastores que, en el mejor de los casos, suman siete años. De vez en cuando, el conductor toca el claxon. Es que algún burro, o una cabra, o una vaca jorobada ha decidido que no podemos pasar y corta la estrecha carretera que compartimos humanos, vehículos y ganado. Entonces, uno de los niños-pastores se aproximará corriendo para darle un varazo al animal y sacarlo del camino. Y para decirnos "hello!" desde su minúsucula estatura, que apenas sí logra asomar la cabeza a la altura de nuestras ventanillas.