Hace apenas unas semanas que ha terminado la estación de lluvias en Etiopía. El centro del país "es un altiplano enorme y vasto -escribía Kapuscinski en Ébano-, cortado por numerosos barrancos y valles [...] Aquí y allá, sobresalen una unas montañas de más de tres mil metros de altura que, a pesar de ello, no recuerdan en absoluto a los nevados y rocosos Alpes, Andes o Cárpatos. [...] Son unas montañas de piedra erosionada por el viento [...] y sus cimas aparecen tan planas y lisas que podrían servir de aeropuertos naturales". Así que la pista de Lalibela se antoja casi innecesaria. En una terminal de juguete, espera Tadessa, empleado del hotel en el que nos hospedaremos y que, en unas horas, se convertirá en nuestro guía. Pero eso aún no lo sabemos ni él ni nosotros.
El camino a Lalibela es, casi en la totalidad, cuesta arriba. La furgoneta azul en la que viajamos los blancos pasa veloz junto a los rebaños dirigidos por unos diminutos pastores que, en el mejor de los casos, suman siete años. De vez en cuando, el conductor toca el claxon. Es que algún burro, o una cabra, o una vaca jorobada ha decidido que no podemos pasar y corta la estrecha carretera que compartimos humanos, vehículos y ganado. Entonces, uno de los niños-pastores se aproximará corriendo para darle un varazo al animal y sacarlo del camino. Y para decirnos "hello!" desde su minúsucula estatura, que apenas sí logra asomar la cabeza a la altura de nuestras ventanillas.
La imagen de la Etiopía de las hambrunas poco tiene que ver con estos campos verdes y fértiles que alumbran toneladas de maíz.
Conforme avanzamos, los pastores son cada vez más adultos y más numerosos. Y más vacas, cabras y burros. Estos últimos, cargados con pesados sacos blancos, caminan despacio ladera arriba. Tadessa nos cuenta que, como es sábado, hay mercado en Lalibela. Y por eso el sonido del claxon es cada vez más frecuente, porque hay más personas y animales a los que advertir que se retiren a un lado con sus mercancías, porque se avecina un vehículo. Pero, excepto los niños, nadie se gira a mirar a los extranjeros que, como todos los farenji, han venido desde muy lejos a ver las iglesias excavadas en la roca. Aunque lo cierto es que los forasteros no han venido sino de la vuelta de la esquina ¡Es cierto! ¿Qué esfuerzo supone sentarse en la butaca del avión y esperar que el aparato haga el resto? Tadessa dice que la gente que llena el camino viene desde lugares que distan ¡hasta 30 kilómetros! Y van al mercado del sábado a vender incienso, café, fruta, telas, ganado. Incluso pieles secas de cabra o troncos enteros de eucaliptu que los hombres llevan al hombro sin pestañear.
Los mercaderes -asegura Tadessa- van y vuelven en el mismo día, cada sábado. Y así ha sido siempre. Pero, a pesar de la dureza que se le pueda suponer a esta gente, muchos optan por aparcar la proeza y protegerse del sol del mediodía, que arde y pica a rabiar, con una sombra. Porque sombra, en ahmárico, significa también paraguas.
Las madres cargan a sus hijos del modo habitual en la zona: atados a las espalda. Mientras, acarrean fajos de mercancía cuya venta podrá darles de comer, por lo menos, hasta el sábado siguiente, cuando vuelvan a emprender el camino hacia el mercado. Más tarde, en un ajetreado entramado comercial improvisado sólo en apariencia, veremos limones gigantes, montañas de lentejas y de teff, el cereal con el que se cocina la injera, el pan ácido tradicional. Una vaca cuesta unos cuatro mil birr y un burro, mil. Habrá camisetas de Obama, pero no khat, del que Tadessa habla casi susurrando porque -afirma- está prohibido. Y acto seguido enumera una larga lista de las propiedades malignas de esta planta.
El conductor vuelve a recurrir a la bocina, porque le ponen nervioso los hombres que cargan troncos. Los llevan cruzados sobre los hombros y en un descuido podrían golpear el coche.
De repente, aparece un sendero que baja hacia la explanada del mercado y dejamos de ver a la gente de espaldas. Desde esta nueva posición, observamos las caras de los comerciantes, porque ahora descienden en dirección al jaleo.
Y, tras una curva, cuando los pitidos se tornan más repetitivos e insistentes, porque hay más gente -incluso sentada en los laterales de la carretera-, cuando robustos edificios sustituyen a las chozas de palos y barro, cuando las tiendas nos enseñan el género y se divisa una hermosa vista del valle, cuando todo se detiene apenas medio segundo y nos amanece una sonrisa en el rostro, entonces, es que hemos llegado a Lalibela.
El camino a Lalibela es, casi en la totalidad, cuesta arriba. La furgoneta azul en la que viajamos los blancos pasa veloz junto a los rebaños dirigidos por unos diminutos pastores que, en el mejor de los casos, suman siete años. De vez en cuando, el conductor toca el claxon. Es que algún burro, o una cabra, o una vaca jorobada ha decidido que no podemos pasar y corta la estrecha carretera que compartimos humanos, vehículos y ganado. Entonces, uno de los niños-pastores se aproximará corriendo para darle un varazo al animal y sacarlo del camino. Y para decirnos "hello!" desde su minúsucula estatura, que apenas sí logra asomar la cabeza a la altura de nuestras ventanillas.
La imagen de la Etiopía de las hambrunas poco tiene que ver con estos campos verdes y fértiles que alumbran toneladas de maíz.
Conforme avanzamos, los pastores son cada vez más adultos y más numerosos. Y más vacas, cabras y burros. Estos últimos, cargados con pesados sacos blancos, caminan despacio ladera arriba. Tadessa nos cuenta que, como es sábado, hay mercado en Lalibela. Y por eso el sonido del claxon es cada vez más frecuente, porque hay más personas y animales a los que advertir que se retiren a un lado con sus mercancías, porque se avecina un vehículo. Pero, excepto los niños, nadie se gira a mirar a los extranjeros que, como todos los farenji, han venido desde muy lejos a ver las iglesias excavadas en la roca. Aunque lo cierto es que los forasteros no han venido sino de la vuelta de la esquina ¡Es cierto! ¿Qué esfuerzo supone sentarse en la butaca del avión y esperar que el aparato haga el resto? Tadessa dice que la gente que llena el camino viene desde lugares que distan ¡hasta 30 kilómetros! Y van al mercado del sábado a vender incienso, café, fruta, telas, ganado. Incluso pieles secas de cabra o troncos enteros de eucaliptu que los hombres llevan al hombro sin pestañear.
Los mercaderes -asegura Tadessa- van y vuelven en el mismo día, cada sábado. Y así ha sido siempre. Pero, a pesar de la dureza que se le pueda suponer a esta gente, muchos optan por aparcar la proeza y protegerse del sol del mediodía, que arde y pica a rabiar, con una sombra. Porque sombra, en ahmárico, significa también paraguas.
Las madres cargan a sus hijos del modo habitual en la zona: atados a las espalda. Mientras, acarrean fajos de mercancía cuya venta podrá darles de comer, por lo menos, hasta el sábado siguiente, cuando vuelvan a emprender el camino hacia el mercado. Más tarde, en un ajetreado entramado comercial improvisado sólo en apariencia, veremos limones gigantes, montañas de lentejas y de teff, el cereal con el que se cocina la injera, el pan ácido tradicional. Una vaca cuesta unos cuatro mil birr y un burro, mil. Habrá camisetas de Obama, pero no khat, del que Tadessa habla casi susurrando porque -afirma- está prohibido. Y acto seguido enumera una larga lista de las propiedades malignas de esta planta.
El conductor vuelve a recurrir a la bocina, porque le ponen nervioso los hombres que cargan troncos. Los llevan cruzados sobre los hombros y en un descuido podrían golpear el coche.
De repente, aparece un sendero que baja hacia la explanada del mercado y dejamos de ver a la gente de espaldas. Desde esta nueva posición, observamos las caras de los comerciantes, porque ahora descienden en dirección al jaleo.
Y, tras una curva, cuando los pitidos se tornan más repetitivos e insistentes, porque hay más gente -incluso sentada en los laterales de la carretera-, cuando robustos edificios sustituyen a las chozas de palos y barro, cuando las tiendas nos enseñan el género y se divisa una hermosa vista del valle, cuando todo se detiene apenas medio segundo y nos amanece una sonrisa en el rostro, entonces, es que hemos llegado a Lalibela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario