No es necesaria una imaginación prodigiosa para asociar Etiopía con el universo que John Ronal Reuel Tolkien fabricó en la Tierra Media de El Señor de los Anillos. Gondar y sus castillos recuerdan sin esfuerzo al Gondor del filme (aún no me he leído el libro, confieso), Roha -el antiguo nombre de Lalibela- bien podría pasar por Rohan y el alfabeto ahmárico, sin un exceso de fantasía, trae a la mente las escrituras élficas. No me extrañaría (aunque lo desconozco por completo) que Tolkien hubiera pisado el país de Gebreselassie.
En tales pajas mentales me hallaba inmerso cuando me encaminé a las montañas de Simiens, en el noroeste etíope. Mi intención era pasar tres noches en sus cumbres, más de 3.000 metros por encima del nivel de un mar que no baña Etiopía por costado alguno.
Harto embarazoso resulta decir que, a tal propósito, un montañero cualquiera (bueno, en mi caso, dejémoslo en aficionado a la naturaleza) ha de contratar los servicios de un guía, un guardia armado, un cocinero y de un transportista con su mula, además de un conductor. La sensación burguesa de viajar con comparsa no deja de ser desagradable para un pelagatos del tamaño de un humilde servidor. Ante la imposibilidad de viajar solo (las normas del parque regulan la contratación de guía y scout) y de portar mi equipaje en los sinuosos senderos de las Simiens, no quedóme más remedio que, agencia local de viajes mediante, juntar a cinco gentilhombres y una mula y formar una peculiar camarilla, que bien podría ser la del anillo de ojalata.
A juzgar por la gracilidad y presteza con la que estos nobles lugareños se desenvolvían en el medio, podríase decir que ellos se repartirían los roles de Légolas, Aragorn, Gandalf y hasta del enano barbudo (cuyo nombre jamás recuerdo), mientras que el blanco de las voluminosas posaderas y el vientre agradecido no respondía a otro perfil que no fuera el de Sam Sagaz.
No es sino a ellos que debo una estancia inolvidable en tan altas cumbres y a tanta distancia de los míos, también de respetable trasero y panza voraz.
Baye.
Baye fue mi guía durante los cuatro días que pasé en las Simiens. 22 años, originario de Debark (el pueblo donde comienza el parque nacional), un año de experiencia como guía. Soltero. "Estoy seguro de que tienes novia" -le digo, pinchándole. Y él, repitiendo la construcción que acabo de utilizar pero aplicándola a su actual estado civil, responde: "Estoy seguro de que estoy soltero".
Tímido, pero poco a poco va tomando más confianza en sí mismo. En un principio, cuando le conocí (suena fatal, pero es cierto) quise sustituirle, porque me veía pasando cuatro días en las montañas sin poder hablar con nadie, porque su inglés es muy básico. Pero lo pensé mejor, aparqué el estúpido numerito del turista enfurecido y me dije que la situación supondría un desafío comunicativo tanto para él como para mí. Y, en el peor de los casos, resultaría en el silenicio.
Si no fuera guía, le gustaría ser "rico". "Pero Baye, ¡ser rico no es una profesión!" Por lo que pude entender, estudia informática y le gustaría crear su propia web como guía de las montañas para que gente de todo el mundo se pudiera poner en contacto con él. Buen tipo, la verdad.
Adelalew.
Es el escolta. 28 años. Procede de un pueblo cercano a Debark cuyo nombre no retengo. Casado, con un niño de cuatro años. Y un viejo kalashnikov parcheado que compró hace 15 años y que -asegura- nunca ha disparado. No sé si este hecho me asusta o me tranquiliza, aún estoy decidiendo. No disparó una sola bala: no fue necesario. Pero la supuesta posibilidad de toparse con un leopardo en las montañas hace obligatoria su contratación. Y así se crea más empleo entre la población local. Ade sube a las montañas con sandalias de río, y por la noche se pone también unos calcetines. Los días superan los 20 grados (la sensación térmica es mucho mayor) y las noches el termómetro se pone en negativo. Al caer el sol, en el campamento, se cubre con una manta y se arrima a la hoguera. Este señor es un superhombre. Pero no habla inglés.
Yohannes.
41 años, 18 de ellos de cocinero en las montañas. Dice con orgullo que fue el primer cocinero de las Simiens y, como todos los demás guías y cocineros que encontramos en el camino le conocen, le tratan con un especial respeto, y confirman este extremo, me lo termino por creer. Casado, con tres hijos: una chica y dos chicos. Dos con su mujer, en Gondar, y otro -confiesa con una sonrisa picarona- con una mujer de Debark. Con él si se mantener una conversación en inglés. "¿Qué me gustaría hacer si no fuera cocinero? Compraría un 4x4 [y no uno cualquiera, sino un Toyota Landcruiser] y se lo alquilaría a los turistas. Así cambiaría de vida. Haría dinero. Pero.... no es posible", se lamenta. Yohannes era el auténtico Gandalf del grupo. Preparar deliciosos almuerzos con los medios con los que contaba no puede ser sino magia. Fumador, poco habitual entre los etíopes.
Ato Baye y Samun.
No conseguí saber mucho del señor Baye. Tenía 40 años, pero la dura vida de las montañas le hacía aparentar muchos más. Es de un pueblo llamado Buyit Ras, al cominezo del parque, de ahí la dureza que le caracteriza. Gracias a su mula, Samun (jabón), carga y transporta los bártulos de los turistas, tan ingenuos y ociosos que se gastan el salario en caminar por las montañas, cuando eso lo ha hecho él toda la vida, pero para ganarse un sustento. Junto con Adelalew, constituye la clase más baja de la compañía, y así se lo hace notar Yohannes, quien no prepara alimento para él. Ade tendrá al menos desayuno y cena, pero Ato Baye ni eso. Como al cocinero, sólo le veré en el campamento, al final del día, porque ellos siguen una ruta más cómoda y directa, ya que los paisajes y los animales los tienen demasiado vistos.
Alex.
Poco pude saber de Alex, el conductor, encargado de llevarnos desde Gondar hasta las montañas y de vuelta. Seguramente, ostenta el récord mundial de cambiar él solo una rueda pinchada: 4 minutos. Contados. Parco en palabras. También fuma. Su furgoneta lleva los asientos cubiertos con la bandera etíope.
En tales pajas mentales me hallaba inmerso cuando me encaminé a las montañas de Simiens, en el noroeste etíope. Mi intención era pasar tres noches en sus cumbres, más de 3.000 metros por encima del nivel de un mar que no baña Etiopía por costado alguno.
Harto embarazoso resulta decir que, a tal propósito, un montañero cualquiera (bueno, en mi caso, dejémoslo en aficionado a la naturaleza) ha de contratar los servicios de un guía, un guardia armado, un cocinero y de un transportista con su mula, además de un conductor. La sensación burguesa de viajar con comparsa no deja de ser desagradable para un pelagatos del tamaño de un humilde servidor. Ante la imposibilidad de viajar solo (las normas del parque regulan la contratación de guía y scout) y de portar mi equipaje en los sinuosos senderos de las Simiens, no quedóme más remedio que, agencia local de viajes mediante, juntar a cinco gentilhombres y una mula y formar una peculiar camarilla, que bien podría ser la del anillo de ojalata.
A juzgar por la gracilidad y presteza con la que estos nobles lugareños se desenvolvían en el medio, podríase decir que ellos se repartirían los roles de Légolas, Aragorn, Gandalf y hasta del enano barbudo (cuyo nombre jamás recuerdo), mientras que el blanco de las voluminosas posaderas y el vientre agradecido no respondía a otro perfil que no fuera el de Sam Sagaz.
No es sino a ellos que debo una estancia inolvidable en tan altas cumbres y a tanta distancia de los míos, también de respetable trasero y panza voraz.
Baye.
Baye fue mi guía durante los cuatro días que pasé en las Simiens. 22 años, originario de Debark (el pueblo donde comienza el parque nacional), un año de experiencia como guía. Soltero. "Estoy seguro de que tienes novia" -le digo, pinchándole. Y él, repitiendo la construcción que acabo de utilizar pero aplicándola a su actual estado civil, responde: "Estoy seguro de que estoy soltero".
Tímido, pero poco a poco va tomando más confianza en sí mismo. En un principio, cuando le conocí (suena fatal, pero es cierto) quise sustituirle, porque me veía pasando cuatro días en las montañas sin poder hablar con nadie, porque su inglés es muy básico. Pero lo pensé mejor, aparqué el estúpido numerito del turista enfurecido y me dije que la situación supondría un desafío comunicativo tanto para él como para mí. Y, en el peor de los casos, resultaría en el silenicio.
Si no fuera guía, le gustaría ser "rico". "Pero Baye, ¡ser rico no es una profesión!" Por lo que pude entender, estudia informática y le gustaría crear su propia web como guía de las montañas para que gente de todo el mundo se pudiera poner en contacto con él. Buen tipo, la verdad.
Adelalew.
Es el escolta. 28 años. Procede de un pueblo cercano a Debark cuyo nombre no retengo. Casado, con un niño de cuatro años. Y un viejo kalashnikov parcheado que compró hace 15 años y que -asegura- nunca ha disparado. No sé si este hecho me asusta o me tranquiliza, aún estoy decidiendo. No disparó una sola bala: no fue necesario. Pero la supuesta posibilidad de toparse con un leopardo en las montañas hace obligatoria su contratación. Y así se crea más empleo entre la población local. Ade sube a las montañas con sandalias de río, y por la noche se pone también unos calcetines. Los días superan los 20 grados (la sensación térmica es mucho mayor) y las noches el termómetro se pone en negativo. Al caer el sol, en el campamento, se cubre con una manta y se arrima a la hoguera. Este señor es un superhombre. Pero no habla inglés.
Yohannes.
41 años, 18 de ellos de cocinero en las montañas. Dice con orgullo que fue el primer cocinero de las Simiens y, como todos los demás guías y cocineros que encontramos en el camino le conocen, le tratan con un especial respeto, y confirman este extremo, me lo termino por creer. Casado, con tres hijos: una chica y dos chicos. Dos con su mujer, en Gondar, y otro -confiesa con una sonrisa picarona- con una mujer de Debark. Con él si se mantener una conversación en inglés. "¿Qué me gustaría hacer si no fuera cocinero? Compraría un 4x4 [y no uno cualquiera, sino un Toyota Landcruiser] y se lo alquilaría a los turistas. Así cambiaría de vida. Haría dinero. Pero.... no es posible", se lamenta. Yohannes era el auténtico Gandalf del grupo. Preparar deliciosos almuerzos con los medios con los que contaba no puede ser sino magia. Fumador, poco habitual entre los etíopes.
Ato Baye y Samun.
No conseguí saber mucho del señor Baye. Tenía 40 años, pero la dura vida de las montañas le hacía aparentar muchos más. Es de un pueblo llamado Buyit Ras, al cominezo del parque, de ahí la dureza que le caracteriza. Gracias a su mula, Samun (jabón), carga y transporta los bártulos de los turistas, tan ingenuos y ociosos que se gastan el salario en caminar por las montañas, cuando eso lo ha hecho él toda la vida, pero para ganarse un sustento. Junto con Adelalew, constituye la clase más baja de la compañía, y así se lo hace notar Yohannes, quien no prepara alimento para él. Ade tendrá al menos desayuno y cena, pero Ato Baye ni eso. Como al cocinero, sólo le veré en el campamento, al final del día, porque ellos siguen una ruta más cómoda y directa, ya que los paisajes y los animales los tienen demasiado vistos.
Alex.
Poco pude saber de Alex, el conductor, encargado de llevarnos desde Gondar hasta las montañas y de vuelta. Seguramente, ostenta el récord mundial de cambiar él solo una rueda pinchada: 4 minutos. Contados. Parco en palabras. También fuma. Su furgoneta lleva los asientos cubiertos con la bandera etíope.
1 comentario:
Señor Frodo, me ha encantado la crónica de su viaje más allá de la Comarca con la Comunidad del Anillo. Espero que no llegase a Mordor ni se topase con el Ojo de Sauron.
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