No pude contener una sonrisa. Estaba en la ajetreada calle William, en el centro de Kampala, y era el inicio del verano austral de 2010. La mueca de felicidad se me borraría unos días después, cuando un despiste tonto me iba a costar el pasaporte y unos cien dólares. Pero delante del improvisado chiringuito de recarga de móviles -una celda en la que apenas sí cabía una persona de pie- era imposible no soltar una carcajada. Expuestos, una veintena de cargadores de los que salían luces de todos los colores. Todas las marcas posibles. Incluso baterías sueltas, sin terminal, chupando electricidad de los ingenios más disparatados.
No tengo foto de aquel cubículo -el primero de ese tipo que vi en mi vida-, pero sirva esta imagen para hacerse una idea.
¿Cómo, si no, iban a poder cargarse los más de setecientos millones de móviles que hay en África, si tan sólo un treintaypocos por ciento de la población tiene electricidad en sus casas?
No tengo foto de aquel cubículo -el primero de ese tipo que vi en mi vida-, pero sirva esta imagen para hacerse una idea.
¿Cómo, si no, iban a poder cargarse los más de setecientos millones de móviles que hay en África, si tan sólo un treintaypocos por ciento de la población tiene electricidad en sus casas?