jueves, 13 de noviembre de 2014

Cien bebés al día

Maternidad del Hsopital Memorial José Fabella de Manila. Foto: Nacho Hernández.
 
Si la esquizofrenia fuera un lugar, es probable que se tratara del Hospital Memorial José Fabella. Ubicado en Manila, es considerada la maternidad más ajetreada del mundo. Llantos de bebés se trenzan con la estridente megafonía, docenas de enfermeras que no paran de circular y un calor asfixiante y húmedo apenas atenuado por unos ventiladores donados por una escuela china de la capital filipina. 

Las incubadoras son unas barcas de madera forradas de sábanas con habitantes diminutos sobre ellas. De hecho, las jeringuillas que le inyectan a alguno casi lo superan en longitud. Carteles sobre el cuidado del neonato decoran la sala, que puede acoger hasta a 127 madres. “El número de madres y de nacimientos al día es más o menos el mismo”, explica la joven enfermera April Joyce Bukice. “Normalmente, hay dos camas individuales juntas que comparten cuatro madres y sus cuatro bebés -señala-. Pero, si es necesario, se puede juntar a cinco madres con cinco bebés”.

A finales de julio, el José Fabella vio nacer al bebé número cien millones del país: una niña llamada Chonalyn. Como ella, una quinta parte de los nuevos habitantes del área metropolitana de Manila, que supera los 15 millones, nacen aquí de madres sin recursos. De estos, al menos dos millones habitan en chabolas, según las cifras del Ministerio de Bienestar y Desarrollo, que datan de 2011. Desde este departamento aseguran que la cifra ha crecido con fuerza desde entonces, debido en parte a la mano de obra barata del campo que sustenta la burbuja inmobiliaria en la ciudad. Esta combinación de circunstancias les condena a una existencia de trabajo infantil, hacinamiento, insalubridad, y falta de acceso a la educación.

Teniendo en cuenta el berenjenal imperante, la planta del José Fabella está impoluta. Atiborrada, pero no infecta. Lo que falta es intimidad, algo que las madres no parecen llevar mal del todo. “Hablamos entre nosotras del parto, de si les dolió, de cómo se sintieron...”, cuenta sentada en la cama Vanessa Gapasi, quien a sus 23 años acaba de dar a luz a su tercer retoño. “No planeo tener más hijos”, prosigue. “Es muy duro”. En el José Fabella, la epidural suena a título de película de Spielberg. No obstante, Gapasi puede optar ahora a la ligadura de trompas que ofrece el Gobierno de forma gratuita a partir del tercer nacimiento. Son muchas las que eligen este método anticonceptivo, algunas de las cuales sin consultarlo con sus parejas.

Junaline Nepomuceno, sin embargo, lo meditó junto a su marido. Había oído algo sobre planificación familiar en un centro de salud de la modestísima barriada de Tondo, en la que reside y de donde proceden muchas de las parturientas que acuden al José Fabella. Así que, tras su quinto churumbel, a los 28 años, Nepomuceno optó por cerrar el grifo. Fue al José Fabella a dar a luz y se ligó las trompas justo después. “Hay veces en las que no hay trabajo y, si tienes muchos hijos, no puedes darles de comer”, razona. Su marido y ella regentan un puesto de frutas y verduras en un mercado cercano. El beneficio diario ronda los 300 pesos filipinos (unos 5 euros) para una familia de siete miembros. La casa en la que viven es oscura, insalubre e insuficiente para la energía de los chavales, que pasan gran parte del día en la calle. Pero logran que todos sus hijos estudien y la mayor de ellos, Erazel, aspira a ser médico.

Creo que la superpoblación es algo negativo. Las madres que vienen aquí, por lo general, no tienen trabajo, ni capacidad económica para sustentar a sus hijos, ni para costear su educación”. Para la enfermera Bukice, la pobreza y la ausencia de una educación -y, por tanto, de un futuro halagüeño- para los churumbeles son las consecuencias más sangrantes de este fenómeno.

Es el caso de Marites Fugan-Pescoso, madre de 9 hijos y residente en Tondo. “Yo quería solo cuatro hijos, pero... no puedo controlar a mi marido”, cuenta, entre risas, junto a su precaria casa de madera. Su esposo y sus dos hijos mayores trabajan como bici-taxistas, un empleo que les genera lo justo para mantenerse. “Nos da para la comida. Me gustaría ofrecer una buena educación a mis niños, pero no tenemos suficiente dinero”. Su hija mayor, de 19 años, acaba de casarse, y Fugan-Pescoso no tiene prisa por que le haga abuela. “Solo quiero un par de nietos, porque así ella les podrá dar un futuro mejor”.



* Este texto fue publicado el pasado 12 de noviembre en El Periódico de Catalunya, acompañado de la misma foto, obra de Nacho Hernández.

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