jueves, 12 de marzo de 2015

Basura comida


Jessica Padilla y su sobrina, seleccionando pagpag en su chabola del Santo Niño, en Tondo (Manila). Foto: Álvaro Barrantes.

Danilo Valdra sobrevive vendiendo lo que tenga a su alcance. La chabola que habita en los arrabales de Manila apenas suma dos metros de lado. Es de madera, chapa y lona. Las calles de su favela, de barro. Cuando llega del mercado y abre la puerta de su hogar, su mujer le espera sentada en la estructura de madera que hace de cama. Tiene la mirada cansada y la pierna derecha amputada por debajo de la rodilla debido a complicaciones de una diabetes que no se puede permitir tratar.

Danilo --quien tiene cincuenta años y aparenta ochenta-- abre la bolsa de plástico que acaba de comprar y vacía el contenido en una sartén con aceite que ha colocado al fuego. Trocea un par de cebollas y, poco después, el almuerzo está listo. “Hoy tomaremos esto para comer y para cenar”, asegura con la boca medio llena. No tienen dinero para comprar carne y el pagpag hace de sustituto. Se trata de las sobras de carne de las cadenas de comida rápida que, al echarse la noche, son seleccionadas de entre las bolsas de basura para entrar en una segunda vida: un ciclo de reciclaje alimentario que sirve de sustento a los más pobres de entre los más pobres.

Antes de las nueve de la mañana, llegan los cubos con la carne ya seleccionada”, explica Ezequiel Padilla, empresario del sector, al frente del puesto del informal Mercado de Baseko en el que ha adquirido el pagpag Danilo Valdra. “Pagamos 150 pesos por cada cubo (unos 3 euros). Hoy hemos comprado doce”.

En cuanto estos cubos llegan a la precaria chabola de la familia Padilla, en la barriada manileña de Tondo, la mujer de Ezequiel, Jessica, y su prima, comienzan un segundo proceso de selección del producto. Primero, vuelven a cocinar las sobras en un wok y, pasado un rato, las retiran, dejando escurrir el aceite con una gigantesca espumadera. Así –creen--, se eliminan las bacterias que pueden haberse colado por el camino. Al fin y al cabo, pagpag significa “sacude, sacude” la suciedad de la carne.

La chabola de la familia Padilla durante el proceso de re-cocinado y selección del pagpag. Foto: Álvaro Barrantes.

Poco a poco, vuelcan los cubos con la sustancia re-cocinada en un barreño más grande. Ambas se sientan en banquetas alrededor de éste, lo escrutan y comienzan a preparar su producto: las bolsas pequeñas de pagpag cuestan cinco pesos (diez céntimos de euro), las medianas, diez, y las grandes, veinte. Los muslos de pollo o las hamburguesas son los elementos más cotizados y se mezclan en la bolsa con algo que en algún momento fue carne pero ahora solo es una masa grasienta de tonos amarillos. Las medidas higiénicas son inexistentes. Un pesado olor a basura frita desborda el local.

Escaleras arriba vive toda la familia Padilla: Ezequiel, Jessica y sus cinco hijos. La peste llega hasta las dos estancias que usan de dormitorios. “Hace doce años perdimos nuestros trabajos”, rememora Jessica. “Entonces teníamos solo dos niños, uno de un año y un recién nacido, y había que alimentarles, así que continuamos con el negocio de mi suegra, la venta de pagpag. Fue nuestra primera opción”.

Al principio, le pareció una buena salida para sacar adelante a su familia, pero ahora está cansada. Había sido antes secretaria y el cambio fue tremebundo. “Lo llevo como puedo, porque no tengo alternativa laboral: en Filipinas es muy difícil encontrar trabajo si eres mayor de 30 años --afirma-- y no tengo más experiencia ni tiempo para buscar otro empleo”.

Jessica y Ezequiel Padilla al frente de su puesto de pagpag en el Mercado de Baseko, en Manila. Foto: Álvaro Barrantes.

Además, el negocio les da para vivir. “Sobrevivimos. Esta es la mejor opción que tengo ahora mismo –reflexiona--. Y puedo permitirme que mis hijos vayan al colegio y cubrir sus necesidades. Estoy orgullosa de poder decir que puedo proveerles de todo lo que necesitan. Incluso de sus vitaminas”.

Su vecina, María Teresa Ignazio, trabajó durante varios años en la industria del pagpag. “Hay personas que se dedican a separar la comida que los clientes echan a la basura en el McDonalds, el Inasal y el Jollibee”, estas últimas, populares cadenas de comida basura en Filipinas, que cuenta con una gran influencia de Estados Unidos, la exmetrópoli.

En este archipiélago del sudeste asiático, un 34 por ciento de los adultos padecen obesidad derivada de una dieta inadecuada, según estudios de la Asociación Filipina de la Obesidad y el Sobrepeso. La tendencia sigue aumentando en lo que esta agrupación considera “una epidemia creciente”. Además, un informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) lo sitúa, junto a la India, como el país con mayor tasa de obesidad del mundo en desarrollo, debido a “la sustitución dietas locales y tradicionales por alimentos con gran contenido de sal, azúcares, grasas y por alimentos procesados”. Al mismo tiempo, la FAO alerta de que un 12 por ciento de la población filipina padece malnutrición, mientras que los datos del Banco Mundial relativos a 2012 revelan que el 25,2 por ciento de sus más de cien millones de habitantes viven por debajo del umbral de la pobreza.

La señora Ignazio era una de ellas y de ahí su necesidad de recurrir a la venta de pagpag. Sus ganancias constituían un sobresueldo para el magro salario de su marido, albañil. “Pero vinieron unos trabajadores del Ministerio de Bienestar Social y Desarrollo (DSWD, en su acrónimo inglés) y me dijeron que lo que vendía era basura, y que si lo mirabas en el microscopio, se podían ver bacterias. Si un comprador lo comía, podría resultar envenenado”, relata sentada en el cuartucho que es su hogar.

Y aunque la situación económica familiar se había aligerado gracias al pagpag, decidió dejarlo. “No me compensaba el riesgo de poder enfrentarme a multas de hasta 75.000 pesos (equivalentes a unos 1.500 euros)”, razona María Teresa. Ahora saca algún dinero extra de trabajos que le van surgiendo. A veces, friega escaleras en las casas de ladrillo del barrio.

Pagpag al fuego con aceite y cebolla picada en la chabola de Danilo Valdra. Foto: Álvaro Barrantes.

En el ministerio competente, tratan de poner parches a una situación que se les escapa por completo de las manos
. Solo en Manila, 12.000 personas viven en la calle, según las cuentas que echaron en abril de 2013. “Mucha gente de la calle usa el pagpag para sobrevivir, pero su ingesta es peligrosa”, señala Arnel Bautista, trabajador social del DSWD. “Sobre todo para los niños. Muchos de ellos viven rebuscando comida o chatarra en los vertederos”. 

Para Bautista, este tipo de comida “no se trata de la forma adecuada”, por lo que su departamento trata de “alimentar a la gente de manera alternativa, a través de iglesias u oenegés”, ya que el Ejecutivo no destina los fondos necesarios a aliviar esta situación. 

No es legal vender ni distribuir pagpag”, incide el funcionario. “A quienes de otra forma no tendrían un trabajo, se les emplea temporalmente como barrenderos o jardineros. En nuestros registros, tenemos localizados a unos doscientos cabezas de familia” que se benefician de esta medida.

Sin embargo, Bautista es incapaz de aportar datos concretos sobre la masa poblacional que emplea el
pagpag. Entre basureros, repartidores, compradores de la materia, transportistas y vendedores, la cifra alcanza fácilmente los miles de beneficiarios de esta insalubre industria. Consumidores, otros tantos.

A diferencia de su vecina, Jessica Padilla no se deja amedrentar por el Ministerio. “La gente del DSWD hace su trabajo. Hay quien cree que esto es comida sucia, pero yo también les podría decir que hay quien come cocodrilos y serpientes –se defiende--. Cuando eres pobre, como nosotros y como la gente de Baseko, cuando solo tienes 10 o 20 pesos en el bolsillo, y quieres alimentar a tu familia... ¿cómo puedes hacer que te cundan? Yo compraría una de estas bolsas [toma en la mano una de las de 20 pesos], le añadiría un poco de salsa de soja, vinagre y se lo daría de comer a mi familia. Y así mis hijos no pasarían hambre”.

Danilo Valdra, probando el guiso que ha elaborado con pagpag. Foto: Álvaro Barrantes.

La gente del Ministerio no entiende esto –continúa--, porque igual ellos tienen dinero para comprar buena comida. Pero, ¿y nosotros los pobres, que no nos lo podemos permitir?

Una niña de unos ocho años entra en la casa y Jessica le da cuatro bolsas grandes de pagpag. No es la primera clienta infantil de la mañana. “Hay familias que mandan a sus hijos de cinco o siete años a comprarlo. Otros no tienen dinero y les mandan a intercambiar trozos de madera por pagpag. Y nosotros usamos esa madera para el fuego con el que re-cocinamos la carne”, dice Jessica. Entre los compradores también hay mujeres de presidiarios, a quienes se lo llevan en sus visitas a la cárcel para que puedan comer algo. Los Padilla coinciden en que sábado, domingo y lunes son los días de mejor venta. Si sobra algo, se lo echan al buche.

Hoy han invertido 1.800 pesos (36 euros) y esperan duplicar el beneficio. De ahí, toca descontar la compra inicial, el aceite, las bolsas de plástico... y la mano de obra. El beneficio neto medio para los siete miembros de la familia Padilla araña los mil pesos al día (20 euros). Los días que se dan mal, la mitad. Por un trabajo que les ocupa desde las nueve de la mañana a las ocho de la tarde. Ahora, tras cinco horas empaquetando, Jessica y su prima ya tienen listas unas doscientas bolsas de pagpag. Hora de ir al mercado.


Este reportaje salió publicado el domingo 8 de marzo en el suplemento Más Periódico de El Periódico de Catalunya.

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