La primera vez ni siquiera fue un robo en sí, sino más bien un olvido tonto. Dejé la faltriquera -como acostumbraba, hasta entonces- bajo la almohada de la habitación del hotelucho en el que me hospedé en mi primera vez en Kampala. Al día siguiente debía amanecer temprano para una entrevista y, como siempre he sido de muy mal madrugar, las legañas y el retrete me eclipsaron el recuerdo de mi riñonera.
Balance de pérdidas: un pasaporte, 150 dólares y unos 100 euros en chelines ugandeses. El resultado fueron diez días en Uganda mientras tramitaba un nuevo documento para salir del país y una buena hostia económica, justo cuando empezaba a ahorrar un poco. Por supuesto, en el hotel nadie sabía nada.
El piso que tengo alquilado en Lagos es escenario de continuos robos. Y no sólo cuando me marcho por una temporada más o menos lagra -al Chad, a Gabón o a Guinea- sino que aun si hago un viaje breve a alguna ciudad cercana -Abeokuta o Oshogbo-, sé que cuando vuelva encontraré la ventana arrancada de su marco, los muebles revueltos y los armarios vaciados.
La segunda ocasión, el hurto se prolongó durante semanas hasta que me di cuenta. En la casa en la que vivía mi pareja, en un piso bajo, alguien forzaba la ventana de la terraza, abría mi bolso (por entonces, lo dejaba en el salón de forma más o menos despreocupada), me sustraía una cantidad pequeña de chelines (10 ó 20 euros cada vez) y volvía a dejar todo en su lugar. No fue hasta que un día, en el que mi novia salió por la noche hacia el aeropuerto y me quedé solo en la casa, que la mujer que entraba a robar metió la pata: abrió la puerta de la habitación en la que yo estaba durmiendo pensando que no había nadie. Eran alrededor de las cuatro de la mañana. Tardé en reaccionar y ella, para entonces, ya se había escapado. Hubo que cambiar de casa, a un piso más alto. Por supuesto, nadie en la urbanización sabía nada de aquello.
[...] Yo quiero vivir en una ciudad africana, en una calle africana y en una casa africa. ¿Cómo, si no, podría conocer esta ciudad? ¿Este continente? Pero a un blanco no le resulta fáci vivir en un barrio africano.
Las únicas amigas que tengo que viven en un barrio africano, en un apartamento africano, ya han sufrido un sobresalto importante: su propia limpiadora les limpió 200 euros y una cámara de fotos. Ellas se plantaron en la chabola de la mujer y han recuperado sólo parte del botín.
Pero eso fue después de la más traumática de las experiencias que he vivido en África. Una noche -la que pasaría a ser conocida también como "la noche de los cuchillos largos"-, mientras estaba con unas amigas que habían venido de visita a Kenia en una casa en la playa, cinco negros armados con machetes y objetos punzantes, nos despertaron pidiendo silencio. Se llevaron todo: mochilas, zapatos, bragas, dinero, móviles... Sólo les concedieron devolverles sus pasaportes a mis amigas (¡yo volé de vuelta a Nairobi sin documento de identidad alguno!) y desecharon la idea de llevarse nuestros libros. El susto fue de aquellos que uno recordará siempre, ahora ya con más risa que otra cosa. Pero, durante las noches siguientes, no podía evitar las pesadillas. Cualquier susto inocente de un amigo implicaba riesgo de infarto. La paranoia ya se había apoderado de mí, algo que quería evitar a toda costa cuando llegué, hace ya dos años y medio, a la capital keniana, apodada Nai-rob-me o Nairobbery (Nai-róbame o Nai-robo). El hotel nos devolvió el dinero de malas maneras. De compensación, ni hablar. El vigilante de seguridad nunca apareció: se había compinchado con los ladrones.
Al principio, cuando regresaba a mi piso desmantelado y vaciado me invadía un sentimiento de rabia. Robarle a uno sobre todo significa humillarlo, engañarlo. Pero, viviendo aquí, me convencí de que percibir un robo sólo como una humillación y engaño no dejaba de ser un cierto lujo psíquico. Al vivir entre la miseria de mi barrio, comprendí que el robo, hasta un pequeño hurto, podía significar una condena a muerte. Vi el robo como un homicidio, un asesinato. En mi callejó vivía una mujer sola cuya única propiedad era una olla. Se ganaba la vida comprnado a crédito judías de las vendedoras, las hervía, las aliñaba con una salsa y las vendía a la gente. Para muchos, un cuenco de judías constituía la única comida del día. Una noche nos despertó un grito desgarrador. Todo el callejón fue presa de cierta agitación. La mujer, enloquecida y desesperada, corría en círculos: unos ladorenes le había robado la olla: había perdido su único medio de vida.
El mismo día, diez después del atraco a mano armada, en el que fui al centro a presentar los papeles para mi nuevo documento de identidad keniano, ocurrió la última. Subí en un matatu de vuelta a casa, respondí a una llamada telefónica de una amiga... y el ladrón sentado a mi lado aprovechó mi despiste para medio tapar mi bolso con un periódico y sacar la pasta que allí llevaba. Me acababan de devolver un préstamo del equivalente a 100 euros, y me lo levantaron enterito. Tuve que reprimir las ganas de darle una hostia al tío cuando le descubrí, aún acojonado por la experiencia anterior. Y un policía lo arrestó en vista del alboroto que montamos, una vez fuera del matatu. Ahora estamos en juicio, y a ver qué pasa.
En total, entre todos los robos, sumado a las cosas que me he tenido que volver a comprar (básicos europeos como unas deportivas o una mochila, nada de lujos) he calculado que los robos me han supuesto una pérdida global de unos 1.500 euros. Además de la rabia, la frustración y las horas perdidas en hacer documentos y re-comprar teléfono y demás. Para alguien que tiene un salario modesto que da poco menos que para volver un par de veces a Europa a visitar a la familia, para hacer algún viajecito nada ostentoso por la región y para escaparse algún fin de semana del apestoso agujero de Nairobi, esa suma es una puñalada. Y aun así, entiendo de algún modo que tengo el lujo de poder seguir adelante sin ello.
Pero resulta agotador lo que Ryszard Kapuscinski (suyas son las líneas en cursiva, de Ébano) daba en llamar "la cárcel de la piel". Soy blanco, lo que equivale a millonario, que es igual a dar cosas gratis, porque si tú tienes y yo no (y da igual si no doy un puto palo al agua para conseguir mejorar mi situación de mierda) es de rigor que compartas lo tuyo. Y la situación cansa. Algún día debería hablar de la dependencia y las consecuencias de la ayuda humanitaria. Es lo que tiene dar gratis sin medir el cómo, el cuándo y el con quién. Mi media es de una persona -habitualmente, hombres- al día que se acerca, generalmente bien vestida, de pantalón, zapatos y camisa (mejor que yo, que de normal voy en pantalón corto y camiseta) y me pide que le compre comida. O que les dé dinero. Ya opto por echarles el sermón de que entre los blancos, como entre los negros -ellos bien lo saben-, los hay con más y con menos dinero. Cuando les empiezo a dar la vara, se marchan y me dejan tranquilo. Son sus gobernantes quienes se quedan el 30 por ciento que pago de impuestos en este país.
Un día tuve una visita [...] Al cabo de varios días, volvió. Esta vez sí se sentó. Le preparé un té. Nos pusimos a hablar. Le confesé que no paraban de robarme. Sueimán lo consideró como una cosa del todo natural. El robo era una forma -cierto que desagradable- de nivelar las desigualdades. Estaba muy bien que me robasen, dijo, aquello incluso era un gesto de amistad por parte de los ladrones. De esta manera, me daban a entender que les resultaba útil y que me aceptaban. Por consiguiente, podría sentirme seguro, ¿acaso me había sentido amenazado en alguna ocasión? Reconocí que no. ¡Pues eso! Estaría seguro todo el tiempo que les permitiese robarme impunemente. En el momento en el que avisase a la policía y ésta empezase a perseguirlos, más me valía marcharme.
La última vez que me robaron, fue hace dos semanas. Pero aquello nunca sucedió. Fui al banco a cambiar dinero de la cuenta en euros a la de chelines. Después intenté sacar dinero en un cajero -20.000 chelines, recuerdo que quería-, pero la máquina estaba fuera de servicio. Volví a casa, y al día siguiente vinieron unos técnicos de internet muy majos y un pintor, a arreglarme una humedad de la pared. Cuando, esa noche, fui a salir con un amigo a tomar una copa, me encontré la cartera vacía. Empecé a cagarme en la puta madre que cagó a la panda de cabrones que habían estado en mi casa la mañana anterior. Con algo de dinero prestado, mi amigo y yo nos fuimos a tomar algo. No pude dejar de sentir rabia ni un minuto. No logré dormir. Al día siguiente, fui a sacar dinero al cajero y consulté los movimientos: resulta que, efectivamente, nunca había sacado dinero. Y nunca nadie me lo había podido robar. Pero ya estoy paranoico perdido. Y han conseguido que no me fíe de nadie.
Al cabo de una semana, volvió a visitarme. Se tomó un té y luego dijo con voz misteriosa que me llevaría al Jankara Market y que allí haríamos una compra necesaria. El Jakara Market es un mercado donde brujos, herbolarios, adivinos y encantadores venden toda clase de amuletos, talismanes, varitas mágicas y medicinas milagrosas. Suleimán iba de una parada a otra, mirando y preguntando. Finalmente, me hizo comprarle a una mujer un manojo de plumas de gallo blanco. Eran caras pero no opuse resistencia. Regresamos al callejón. Suleimán compuso las plumas, las rodeó con un hilo y las ató al travesaño superior del marco de la p
Desde aquel momento, nunca más me desapareció nada del piso.
¿Y dice usted que queda muy lejos el Mercado de Jankara de Nairobi? ¿Alguien tiene el teléfono del tal Suleimán?
Balance de pérdidas: un pasaporte, 150 dólares y unos 100 euros en chelines ugandeses. El resultado fueron diez días en Uganda mientras tramitaba un nuevo documento para salir del país y una buena hostia económica, justo cuando empezaba a ahorrar un poco. Por supuesto, en el hotel nadie sabía nada.
El piso que tengo alquilado en Lagos es escenario de continuos robos. Y no sólo cuando me marcho por una temporada más o menos lagra -al Chad, a Gabón o a Guinea- sino que aun si hago un viaje breve a alguna ciudad cercana -Abeokuta o Oshogbo-, sé que cuando vuelva encontraré la ventana arrancada de su marco, los muebles revueltos y los armarios vaciados.
La segunda ocasión, el hurto se prolongó durante semanas hasta que me di cuenta. En la casa en la que vivía mi pareja, en un piso bajo, alguien forzaba la ventana de la terraza, abría mi bolso (por entonces, lo dejaba en el salón de forma más o menos despreocupada), me sustraía una cantidad pequeña de chelines (10 ó 20 euros cada vez) y volvía a dejar todo en su lugar. No fue hasta que un día, en el que mi novia salió por la noche hacia el aeropuerto y me quedé solo en la casa, que la mujer que entraba a robar metió la pata: abrió la puerta de la habitación en la que yo estaba durmiendo pensando que no había nadie. Eran alrededor de las cuatro de la mañana. Tardé en reaccionar y ella, para entonces, ya se había escapado. Hubo que cambiar de casa, a un piso más alto. Por supuesto, nadie en la urbanización sabía nada de aquello.
[...] Yo quiero vivir en una ciudad africana, en una calle africana y en una casa africa. ¿Cómo, si no, podría conocer esta ciudad? ¿Este continente? Pero a un blanco no le resulta fáci vivir en un barrio africano.
Las únicas amigas que tengo que viven en un barrio africano, en un apartamento africano, ya han sufrido un sobresalto importante: su propia limpiadora les limpió 200 euros y una cámara de fotos. Ellas se plantaron en la chabola de la mujer y han recuperado sólo parte del botín.
Pero eso fue después de la más traumática de las experiencias que he vivido en África. Una noche -la que pasaría a ser conocida también como "la noche de los cuchillos largos"-, mientras estaba con unas amigas que habían venido de visita a Kenia en una casa en la playa, cinco negros armados con machetes y objetos punzantes, nos despertaron pidiendo silencio. Se llevaron todo: mochilas, zapatos, bragas, dinero, móviles... Sólo les concedieron devolverles sus pasaportes a mis amigas (¡yo volé de vuelta a Nairobi sin documento de identidad alguno!) y desecharon la idea de llevarse nuestros libros. El susto fue de aquellos que uno recordará siempre, ahora ya con más risa que otra cosa. Pero, durante las noches siguientes, no podía evitar las pesadillas. Cualquier susto inocente de un amigo implicaba riesgo de infarto. La paranoia ya se había apoderado de mí, algo que quería evitar a toda costa cuando llegué, hace ya dos años y medio, a la capital keniana, apodada Nai-rob-me o Nairobbery (Nai-róbame o Nai-robo). El hotel nos devolvió el dinero de malas maneras. De compensación, ni hablar. El vigilante de seguridad nunca apareció: se había compinchado con los ladrones.
Al principio, cuando regresaba a mi piso desmantelado y vaciado me invadía un sentimiento de rabia. Robarle a uno sobre todo significa humillarlo, engañarlo. Pero, viviendo aquí, me convencí de que percibir un robo sólo como una humillación y engaño no dejaba de ser un cierto lujo psíquico. Al vivir entre la miseria de mi barrio, comprendí que el robo, hasta un pequeño hurto, podía significar una condena a muerte. Vi el robo como un homicidio, un asesinato. En mi callejó vivía una mujer sola cuya única propiedad era una olla. Se ganaba la vida comprnado a crédito judías de las vendedoras, las hervía, las aliñaba con una salsa y las vendía a la gente. Para muchos, un cuenco de judías constituía la única comida del día. Una noche nos despertó un grito desgarrador. Todo el callejón fue presa de cierta agitación. La mujer, enloquecida y desesperada, corría en círculos: unos ladorenes le había robado la olla: había perdido su único medio de vida.
El mismo día, diez después del atraco a mano armada, en el que fui al centro a presentar los papeles para mi nuevo documento de identidad keniano, ocurrió la última. Subí en un matatu de vuelta a casa, respondí a una llamada telefónica de una amiga... y el ladrón sentado a mi lado aprovechó mi despiste para medio tapar mi bolso con un periódico y sacar la pasta que allí llevaba. Me acababan de devolver un préstamo del equivalente a 100 euros, y me lo levantaron enterito. Tuve que reprimir las ganas de darle una hostia al tío cuando le descubrí, aún acojonado por la experiencia anterior. Y un policía lo arrestó en vista del alboroto que montamos, una vez fuera del matatu. Ahora estamos en juicio, y a ver qué pasa.
En total, entre todos los robos, sumado a las cosas que me he tenido que volver a comprar (básicos europeos como unas deportivas o una mochila, nada de lujos) he calculado que los robos me han supuesto una pérdida global de unos 1.500 euros. Además de la rabia, la frustración y las horas perdidas en hacer documentos y re-comprar teléfono y demás. Para alguien que tiene un salario modesto que da poco menos que para volver un par de veces a Europa a visitar a la familia, para hacer algún viajecito nada ostentoso por la región y para escaparse algún fin de semana del apestoso agujero de Nairobi, esa suma es una puñalada. Y aun así, entiendo de algún modo que tengo el lujo de poder seguir adelante sin ello.
Pero resulta agotador lo que Ryszard Kapuscinski (suyas son las líneas en cursiva, de Ébano) daba en llamar "la cárcel de la piel". Soy blanco, lo que equivale a millonario, que es igual a dar cosas gratis, porque si tú tienes y yo no (y da igual si no doy un puto palo al agua para conseguir mejorar mi situación de mierda) es de rigor que compartas lo tuyo. Y la situación cansa. Algún día debería hablar de la dependencia y las consecuencias de la ayuda humanitaria. Es lo que tiene dar gratis sin medir el cómo, el cuándo y el con quién. Mi media es de una persona -habitualmente, hombres- al día que se acerca, generalmente bien vestida, de pantalón, zapatos y camisa (mejor que yo, que de normal voy en pantalón corto y camiseta) y me pide que le compre comida. O que les dé dinero. Ya opto por echarles el sermón de que entre los blancos, como entre los negros -ellos bien lo saben-, los hay con más y con menos dinero. Cuando les empiezo a dar la vara, se marchan y me dejan tranquilo. Son sus gobernantes quienes se quedan el 30 por ciento que pago de impuestos en este país.
Un día tuve una visita [...] Al cabo de varios días, volvió. Esta vez sí se sentó. Le preparé un té. Nos pusimos a hablar. Le confesé que no paraban de robarme. Sueimán lo consideró como una cosa del todo natural. El robo era una forma -cierto que desagradable- de nivelar las desigualdades. Estaba muy bien que me robasen, dijo, aquello incluso era un gesto de amistad por parte de los ladrones. De esta manera, me daban a entender que les resultaba útil y que me aceptaban. Por consiguiente, podría sentirme seguro, ¿acaso me había sentido amenazado en alguna ocasión? Reconocí que no. ¡Pues eso! Estaría seguro todo el tiempo que les permitiese robarme impunemente. En el momento en el que avisase a la policía y ésta empezase a perseguirlos, más me valía marcharme.
La última vez que me robaron, fue hace dos semanas. Pero aquello nunca sucedió. Fui al banco a cambiar dinero de la cuenta en euros a la de chelines. Después intenté sacar dinero en un cajero -20.000 chelines, recuerdo que quería-, pero la máquina estaba fuera de servicio. Volví a casa, y al día siguiente vinieron unos técnicos de internet muy majos y un pintor, a arreglarme una humedad de la pared. Cuando, esa noche, fui a salir con un amigo a tomar una copa, me encontré la cartera vacía. Empecé a cagarme en la puta madre que cagó a la panda de cabrones que habían estado en mi casa la mañana anterior. Con algo de dinero prestado, mi amigo y yo nos fuimos a tomar algo. No pude dejar de sentir rabia ni un minuto. No logré dormir. Al día siguiente, fui a sacar dinero al cajero y consulté los movimientos: resulta que, efectivamente, nunca había sacado dinero. Y nunca nadie me lo había podido robar. Pero ya estoy paranoico perdido. Y han conseguido que no me fíe de nadie.
Al cabo de una semana, volvió a visitarme. Se tomó un té y luego dijo con voz misteriosa que me llevaría al Jankara Market y que allí haríamos una compra necesaria. El Jakara Market es un mercado donde brujos, herbolarios, adivinos y encantadores venden toda clase de amuletos, talismanes, varitas mágicas y medicinas milagrosas. Suleimán iba de una parada a otra, mirando y preguntando. Finalmente, me hizo comprarle a una mujer un manojo de plumas de gallo blanco. Eran caras pero no opuse resistencia. Regresamos al callejón. Suleimán compuso las plumas, las rodeó con un hilo y las ató al travesaño superior del marco de la p
Desde aquel momento, nunca más me desapareció nada del piso.
¿Y dice usted que queda muy lejos el Mercado de Jankara de Nairobi? ¿Alguien tiene el teléfono del tal Suleimán?
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