Judy Lotukoi narra su condena con una
naturalidad pasmosa. “Mi padre quería casarme con un señor
mayor, y yo no. Así que me escapé”, dice, mientras trastea
con su smartphone. Judy tenía entonces 9 años; ahora, diez
más. Su historia no es nueva, ni exclusiva. Ni siquiera demasiado
original. Es, simplemente, la que viven miles de chicas de la misma
latitud: su progenitor opta por darlas en matrimonio lo antes posible
para obtener la dote correspondiente. Unas vacas, unas cabras.
Símbolo de riqueza, en este caso, en la tribu samburu, en el norte
de Kenia.
“Me dijeron que había un sitio en
Archers Post en el que me podían ayudar. Un pueblo para mujeres”,
rememora Judy. Se
trata de Umoja, una pequeña aldea en un desértico rincón del
planeta, solo aliviado por el paso del cercano río Ewaso Nyiro. Lo
forman una decena de precarias 'manyattas', casas tradicionales,
edificadas sobre tierra yerma con un esqueleto de la madera de las
acacias circundantes, y con paredes y techumbre recubiertas de barro
y -literalmente- caca de vaca. Para estándares europeos, se podría
decir sin miedo que son unas casas de mierda, en el sentido más
amplio que el término pueda ofrecer. Tendrán no más de quince
metros cuadrados repartidos en tres estancias, con una piel estirada
del vaca como colchón en el espacio destinado al dormitorio. El
retrete son los arbustos; la ducha, el grifo y la lavadora, el río.
“Fui a la
comisaría diciendo que quería ir a Umoja, pero no tenía dinero”,
continúa la joven. Los agentes de policía la montaron en un
'matatu' (un minibús de transporte colectivo) y así cubrió los
cerca de 150 kilómetros de árido paisaje que separan su Maralal
natal de Umoja. Allí vive de forma permanente junto a una treintena
de mujeres que comparten un pasado de abusos y malos tratos.
La historia empezó en 1990, cuando
quince mujeres supuestamente violadas por militares británicos
destacados en Kenia fundaron un grupo femenino llamado Umoja,
“Unidad”,
en suajili. Un par de años después, y tras probar varias
iniciativas no muy fructíferas, las mujeres -lideradas por Rebecca
Lolosoli- dieron con la fórmula de la supervivencia: crear un
poblado sólo para mujeres, promocionarlo al turismo y vender los
adornos que ellas mismas fabrican a los visitantes. Las ganancias
(que, aseguran, no son abundantes) se reparten entre las moradoras,
pero también entre la comunidad y las familias que las mujeres
decidieron abandonar.
“Ahorramos durante meses -recuerda
la matriarca, sobre sus inicios-. Tras solicitar la tierra (en
la que se terminó asentando el poblado), los hombres vinieron y
nos pegaron, y arguyeron que las mujeres no podían tener tierra en
propiedad. Dijeron que era por mi culpa, y que me dispararían para
recuperar a sus mujeres”. Pero el proyecto siguió adelante.
Umoja se autodenomina un oasis para
mujeres, niñas, huérfanas o viudas víctimas de matrimonios
forzosos, de la mutilación genital femenina o de violencia
doméstica. A sus 35 años, la tímida Akidor Lomalia es un ejemplo
de esto último. Igual que la joven Jacky Ntepes y otras tantas que
prefieren ser anónimas.
Las cifras que maneja ONU-Mujeres señalan que un 21% de las kenianas han sufrido abusos sexuales, mientras que el número aumenta al 83% si se habla de abusos físicos durante la infancia. Las víctimas que informan de estos casos, sin embargo, apenas constituyen un 6%. Son datos fácilmente extrapolables a otros rincones del continente.
Las cifras que maneja ONU-Mujeres señalan que un 21% de las kenianas han sufrido abusos sexuales, mientras que el número aumenta al 83% si se habla de abusos físicos durante la infancia. Las víctimas que informan de estos casos, sin embargo, apenas constituyen un 6%. Son datos fácilmente extrapolables a otros rincones del continente.
No sólo se trata de apoyar a las
mujeres desposeídas o fugadas de sus hogares, sino también de
educar a la población de la zona, y a los niños que corretean en el
polvoriento recinto de la aldea, junto a cabras y gallinas. “Las
madres les enseñan -cuenta Judy, una de las pocas que habla inglés- que, cuando forman una
familia, no tienen que pegar a sus esposas. Y responsabilizarse de
los hijos que tengan”, una práctica aparentemente infrecuente.
“Si cuando terminan sus estudios quieren estar en el pueblo,
pueden quedarse”. Pero no hay ningún joven que viva allí en
la actualidad. Los hijos creciditos de las fundadoras del pueblo
trabajan en el alojamiento cercano, que también le sirve a Umoja
como fuente de financiación. Unas cabañas y un bar a orillas del
Ewaso Nyiro, rodeado de palmeras y sutiles colinas, que ofrece unos amaneceres de postal. Hasta que el sol se eleva y derrite a quien ose
oponerse.
Una gran acacia preside la aldea y regala a su sombra a quien la necesite. Ya a las ocho
de la mañana es necesario resguardarse en ella. A esa hora, algunas
mujeres han ido a recoger agua; otras, a comprar fruta y verdura al
cercano Archers Post, una localidad con dos filas de construcciones
bajas atravesada por una carretera que recuerda a un poblado del
lejano oeste americano. Otras
tantas, mientras, marchan en busca de madera que quemar y usar en la
precaria cocina de sus 'manyattas'. Es el ciclo sin fin en este
rincón del planeta: los escasos árboles se talan para obtener
combustible para cocinar o material de construcción, la tala de
árboles reduce las posibilidades de lluvia y las sequías azotan la
zona sin piedad. El río tan pronto puede secarse como desbordarse e
inundar la zona.
Las sequías, como la que mantuvo en
jaque a la región entre 2010 y 2012 y se llevó cientos de miles de
vidas, arrasan también con el ganado. Al igual que sucede entre otras muchas comunidades en el África Subsahariana, las vacas son un elemento central en la
vida de los samburu, que incluso tienen una canción dedicada a estos
animales en la que las mujeres se enfrentan y cantan: “¡Mi vaca
es más grande que la tuya!” Pero la supervivencia de las reses
durante los frecuentes periodos de escasez de lluvias es complicada.
Por eso, Rebecca diseñó un proyecto que redujo la dependencia de
vacas y cabras, también víctimas de robos o de ataques de las
hienas que rondan el lugar. Ahora, las mujeres de Umoja se centran
más en criar pollos que, además de carne, procuran huevos para
vender en el mercado de Archers Post.
Apostadas bajo sombrajos, o bien junto a los muros de sus casas, o
debajo de los árboles, las mujeres elaboran los adornos
que luego tratarán de vender a los turistas. Ellas mismas los
visten, aunque entre las más jóvenes se puedan adivinar modernas
prendas camufladas por el atuendo tradicional. Un collar para la
ceremonia de la circuncisión del churumbel de turno elaborado con
hojas de palma y materiales reciclados, como el que se afana en hacer
la anciana Esther, puede llevar una semana de trabajo. Su precio no
alcanzará los veinte euros.
El habitante más joven del pueblo se llama Robert y tiene tres meses. Su abuela, Nagusi Odó, se derrite jugueteando con él y besuqueándole sin parar. No es de extrañar, ya que su nombre, en el idioma samburu, se traduce como “Aquella que besa”. Nagusi es una de las fundadoras del pueblo. Se fue de casa porque su marido le pegaba todos los días. Sin embargo, no abandonará Umoja. “Dice que se podría quedar aquí para siempre”, traduce Judy. Nagusi tiene sesenta años, siete hijos, diez nietos y dos ojos que brillan al tomar a Robert en brazos. Viste tobilleras de metal forjado que indican que está casada, y no se las piensa quitar, a pesar de haber abandonado a su marido. Como los hombres del entorno son polígamos, no pierden demasiado el tiempo con una sola mujer. Alguna vez se han acordado de ellas y han querido entrar en Umoja. Pero ahora tienen miedo de hacerlo, a fuerza de pagar las multas impuestas por la policía.
Nagusi es una de las más activas de la aldea, y se lanza a preguntar a los visitantes: “¿En vuestro país las mujeres también sufren malos tratos?” En Umoja no quieren que la plaga se siga extendiendo y por eso se dedican a informar a sus congéneres sobre sus derechos y les animan a iniciar sus propios negocios para reducir la dependencia masculina.
Pero el poblado dista de ser idílico.
Nadie parece disputar el liderazgo de Rebecca, con el que las
presentes están cómodas. Tampoco es que haya elecciones. Sin
embargo, en 1998, un grupo de mujeres abandonó el poblado por
sentirse “esclavas en su propia casa”, según su página
web. Existen asambleas entre las habitantes, pero es Rebecca quien
dirige los designios de la aldea, y esto ha provocado algunas
fricciones. Las mujeres escindidas, por ejemplo, se largaron en lo
que denominaron “el éxodo de la esperanza” y formaron su
propio pueblo, Nachami, donde gozan -dicen- de la libertad de
expresión que les faltaba en Umoja.
Ahora, sin embargo, el ambiente en
Umoja resulta distendido. Mientras la más vieja del lugar, Maria
Lisa -que no sabe ni cuántos años tiene-, posa para un par de
fotos, Judy provoca las carcajadas de sus vecinas al decir que la
anciana tiene orejas de babuino.
El dinero que cuesta la
entrada al pueblo (mil chelines kenianos por persona, equivalentes a
unos nueve euros) va destinado a financiar la escuela cercana,
construida para los hijos de Umoja. Pero, si no hay hombres, ¿cómo
se reproducen las moradoras? “Si quieren quedarse embarazadas,
las chicas jóvenes como yo -responde Judy-, salen, se buscan
un novio, se quedan preñadas, le dejan y vuelven al pueblo con su
bebé”. Ni ella misma puede contener la risa.
* Mis agradecimientos a Xavier Fernández de Castro, compañero imprescindible de viaje en esta historieta (y en otras cuantas más).
** Este reportaje fue publicado, en una versión más corta, el pasado domingo 18 de mayo en el suplemento Más Periódico de El Periódico de Catalunya.
*** La emisora Onda Cero también se interesó por la historia, que incluyó en uno de sus programas para la conmemoración, el día 25 de mayo, del Día Internacional de África.
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