martes, 2 de septiembre de 2014

Nadadores sin fronteras


Aunque muy dado a la risión, el antirécord olímpico de Eric Moussambani en Sidney no fue sino la muestra de una trágica realidad africana. “Aprendí a nadar leyendo libros y preguntando y así. Y la gente me decía que tenía que mover las piernas y los brazos de manera sincronizada”, explica el nadador ecuatoguineano. “Los únicos que sabían nadar entonces en mi país eran los pescadores. Pero no nadar en el sentido profesional, sino simplemente nadar como para no ahogarse. Flotar”.


Eran principios del 2000 y la Federación de Natación de Guinea Ecuatorial acababa de nacer. A fin de fomentar ese deporte en el país africano, se le había adjudicado una plaza para competir en los Juegos Olímpicos en esa disciplina. Moussambani se enteró por la radio del reclutamiento de nadadores por parte de la recién creada federación y decidió presentarse a las pruebas. Fue el único en responder al llamamiento. “En la federación me dijeron que me preparara, que en unos tres o cuatro meses nos íbamos a los Juegos Olímpicos”. Pero no había ningún monitor para enseñarle.

Parecía una película, en serio. Yo mismo, yo solo aprendí a nadar. La única piscina que había en Malabo era la de un hotel, y era una piscina de unos 13 o 15 metros, para ir a bañarse”. El horario en el que el hotel le permitía usarla era de 5 a 6 de la mañana, y Moussambani confiesa que a veces se le pegaban las sábanas. La playa fue el recurso más sencillo. Y los ríos. “Ahí sí que yo pensaba que ya nadaba, porque como había corriente de agua, entonces la corriente me llevaba y yo pensaba que ya sabía nadar. Pero estaba muy equivocado, porque la corriente me empujaba. Por eso dejé de ir al río”.

En Sidney, pasó lo que tenía que pasar. El primer nadador de Guinea Ecuatorial jamás había visto una piscina olímpica y se le antojó infinita. En los días previos a la competición, pudo entrenar en ella y aprendió observando a nadadores de otros países. “El entrenador estadounidense me ayudó. Porque, cuando los americanos descansaban unos minutos, yo me metía en la piscina para ver si podía hacer algo. Y él me preguntó si yo era nadador y le dije que sí, y que venía a competir, y le pregunté si no tenía pinta de nadador, y me dijo que no. Y le respondí que, sinceramente, yo no sabía hacer nada, y él me dio unos consejos”.

El resto de la historia es conocida: en los 100 metros libres, paró el crono en 1:52.72 (un tiempo 64 segundos mayor al nadado por Pieter van den Hoogenband para colgarse el oro) y el espíritu olímpico conoció nuevas cotas.





Sin embargo, la de Moussambani no es, ni mucho menos, una rareza en el continente africano. Salvo algunos segmentos de las poblaciones costeras o afincadas en torno a lagos y ríos, es común que la gente desconozca las técnicas más básicas de la natación o, simplemente, de la supervivencia en el medio acuático. El resultado es el siguiente: Más de 250 muertos al hundirse una embarcación en el Lago Alberto (marzo de 2014); Al menos 91 muertos en Kenia por las inundaciones provocadas por las fuertes lluvias (mayo de 2013); 203 muertos y 1.570 desaparecidos en el naufragio de un ferry en Zanzíbar (septiembre de 2011); 270 muertos al hundirse un transbordador en Mombasa a 40 metros del puerto (abril de 1994). Son sólo algunos ejemplos. No es casual que la Organización Mundial de la Salud apunte a África como la región enla que se registra el mayor porcentaje de muertes por ahogamiento. “Diez veces mayor al del Reino Unido y trece respecto al de Alemania”, indica la organización.

La sobrecarga de las embarcaciones, la falta de material de salvamento, la nocturnidad, el pánico, los depredadores acuáticos y el adverso estado del medio agravan, a veces, estas situaciones. Pero no son siempre el motivo principal. El factor del desconocimiento de la natación explica en buena medida las recurrentes muertes en el Mediterráneo de migrantes africanos que intentan alcanzar Europa. La Agencia de la ONU para los Refugiados estima que, en los primeros ocho meses de 2014, 1.880 personas perdieron la vida en el Mare Nostrum en este tipo de expediciones desesperadas.“Los desastres marítimos suponen un gran problema”, señala el secretario general de la Cruz Roja de Kenia, Abbas Gullet. “Estuve trabajando en el desastre de Mwanza, en el Lago Victoria, en 1996, tras el hundimiento del MV Bukoba, que naufragó a 8 kilómetros del puerto. Mil muertos. Fue muy triste”.

Gullet relata cómo durante las inundaciones que, dos veces al año, provocan las lluvias torrenciales en Kenia, “mucha gente muere porque no sabe nadar. La gente que vive en el campo no está acostumbrada, no forma parte de su vida. Como comer pescado, que no es habitual en esas zonas... Es una cuestión de educación. Podría ser visto como un tipo de lujo: nadar es algo que hacen las élites, que mandan a sus hijos a colegios con piscina. Hay una enorme falta de instalaciones y de programas”, lamenta.

Gigantesco anuncio de clases de natación en pleno centro de Nairobi

El humorista sudafricano Trevor Noah, conocido por sus desternillantes chistes contra el racismo, se mofa en alguno de sus monólogos sobre este aspecto: el agua es más cosa de blancos, lo cual, en el África Subsahariana, es muchas veces sinónimo de rico. “Es una cosa muy... blanca. Hacer algo que es innecesario, ¿sabes?”, bromea el cómico. Baste ver los equipos olímpicos de natación de Sudáfrica o Kenia: los forman nadadores blancos oriundos de esos países. Como la princesa Charlène de Mónaco.

Para difundir el arte de Phelps y Weissmüller, la Cruz Roja de Kenia lleva a cabo programas de toma de contacto con el medio acuático, temido por unamplio sector de la población. Antes de cada temporada de lluvias, la organización adiestra a varios ciudadanos residentes en zonas de riesgo para que sobrevivan a las inundaciones, que anualmente se cobran centenares de vidas solo en territorio keniano. El cómputo continental es de miles.

La seguridad acuática es un asunto muy muy gordo”. Abbas Gullet no exagera. En África, la natación (o, más bien, la falta de dominio de sus conceptos más básicos) ha sido también arma de guerra. Durante el genocidio ruandés de 1994, por ejemplo, soldados de la milicia extremista Hutu Interahamwe rodearon a un grupo de Tutsi a las orillas de un río en las cercanías de Ntamara, lugar de una de las peores masacres de ese funesto episodio histórico. Un superviviente que escapó entre la espesura del bosque relataría después a investigadores de la ONG defensora de los derechos humanos African Rights cómo los genocidas daban a los Tutsi el suicidio como alternativa de muerte. “Nos ordenaron que nos suicidáramos tirándonos al río. Por desesperación, y con la esperanza de evitar una muerte peor, a machetazos, mucha gente saltó y se ahogó, incluidos muchos bebés, atados a la espalda [de sus madres]. Conscientes de que les esperaba la muerte, hubo padres que echaron a sus hijos al agua como último gesto de amor”.

Lejos de ese traumático supuesto, pero igualmente con el objetivo de evitar tragedias cotidianas, la Embajada de Estados Unidos en Nairobi también imparte, en colaboración con entidades locales, un cursillo de supervivencia marina. “El objetivo del curso -explica la legación estadounidense- es enseñar habilidades básicas de supervivencia acuática a los pescadores que no saben nadar, por si su bote se hunde”. En 2012, cuarenta pescadores del distrito costero de Msambweni superaron con éxito el programa.

En Nairobi, la mayor parte de la gente ve el agua y sale corriendo”, cuenta medio de guasa medio en serio Brian Ochieng Onyoo, monitor de natación en el exclusivo Club Impala de la capital keniana.


Brian Onyoo, arriba y en el centro, durante una de las clases de natación que imparte en el Club Impala

La respuesta del keniano medio al preguntar por sus habilidades acuáticas no dista mucho de lo esbozado por Onyoo. Nacido a orillas del Lago Victoria hace 25 años, alterna las clases con ejercer de socorrista y encargarse del mantenimiento de la piscina. Varias veces por semana, como parte del programa educativo de algunas escuelas privadas de la ciudad, Onyoo instruye a grupos de alumnos de esos centros. Se trata de hijos de la élite del país, los únicos que pueden permitirse un desembolso para una actividad que se percibe como superflua. “Yo vivo en Kibera [el mayor barrio chabolista de Nairobi], y los niños allí no saben nadar -relata Onyoo-. Es complicado conseguir dinero para llevarles a que aprendan”. Una clase particular de una hora cuesta 700 chelines (unos 6 euros) y, para grupos de escolares, 200 chelines (1,7 euros). “Muy poca gente se lo puede permitir. Honestamente, si vives en Kibera y tienes ese dinero, no te lo gastas en nadar. Compras harina, tomates, combustible para cocinar... Con 400 chelines puedes comprar la comida de una semana”.

Además, las poblaciones con menos recursos habitan en precarias viviendas y, por lo general, en las zonas más propensas a inundarse cuando llegan las lluvias torrenciales. “En la provincia de Nyanza, de donde vengo, hay muchas inundaciones. A veces, el agua desborda los cauces de los ríos y hay agua por todas partes. Incluso si no vives a orillas del lago, necesitas saber nadar”, subraya el monitor. El mismo mensaje difunde por la radio Moussambani, ahora seleccionador de natación de Guinea Ecuatorial, donde ya hay una piscina olímpica.

Muy a mano lo habría tenido para aprender a manejarse en el agua -y gratis- Amina Mpadaka, una tanzana hija de pescadores, originaria de la isla de Zanzíbar, y afincada en la costa de Kenia. “No sé por qué, pero nunca aprendí a nadar”, comenta, sin darle importancia. Y, poco después, se aventura a bucear entre los arrecifes coralinos del sureste keniano... amarrada a un flotador.




* Este texto se publicó el pasado 30 de agosto en el dominical Más Periódico de El Periódico de Catalunya bajo el título "Los ahogos de África".
** Todas las fotografías son obra de Takeshi Kuno.

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