domingo, 28 de septiembre de 2014

De la lanza al bate



Memusi Ole Ngais aparece al final del camino a lomos de una bicicleta de montaña. Se ha vestido para la ocasión: una manta roja maasai recubre su cuerpo, y abalorios de colores, el cuello y el pelo. Saluda amablemente y pregunta si ha sido fácil encontrar Endana, y lo cierto es que ha hecho falta una hora de moto por caminos casi invisibles en medio de una planicie habitada por humanos y fauna a partes iguales. Es su enlace cotidiano con la civilización, representada en este caso en forma de asfalto.


Memusi es uno de los Maasai Cricket Warriors, un grupo de 23 guerreros maasai que, varias veces al mes, se enfunda los guantes, carga con los bates y juega a críquet. “Empezamos en el año 2007, a través de una mujer llamada Aliya [Bauer], una investigadora sudafricana afincada en Kenia y apasionada del críquet”, asegura. “Les enseñaba críquet a los niños. Y los guerreros maasai estaban por la zona y se interesaron”, resume de forma un tanto vaporosa.

Hoy se han juntado varios para entrenar a un grupo de chavales de la Escuela Primaria de Endana. Los niños, con más voluntad que técnica, tratan de atizar a la bola con el bate. La mayoría de las ocasiones, de manera infructuosa. El fútbol despierta más simpatías en este rincón del mundo, pero estos emisarios improvisados del críquet no desisten. Adenoi Ole Mamai corrige el movimiento a un chaval, que asiente como por cumplir y corre a esconder su timidez en una fila de compañeros.

En Laikipia [la región en la que está enmarcada Endana], no hay mucho críquet”, lamenta Memusi. “En las ciudades, como Nairobi, sí se juega, pero aquí nosotros somos los embajadores del críquet. Lo hemos extendido por quince escuelas y siete institutos”. Acto seguido, endurece el gesto y, cual eslogan publicitario, suelta: “Aunque, para nosotros, el críquet no es solo un juego. Nosotros lo usamos como un arma para combatir las injusticias en la comunidad. Como la mutilación genital femenina, el sida y el VIH, y para promocionar la igualdad de sexo”.

Esta expansión por escuelas también ayuda a promover la educación y la auto-realización. Como una de las comunidades más pobres del Kenia, los maasai sufren las consecuencias del desempleo y de otros males más recientes, como la tendencia al alcoholismo o la drogadicción. El trabajo en equipo que propicia el críquet busca integrarlos en la sociedad.

Estos nuevos maasai rompen moldes a la misma velocidad a la que lanzan la pelota: quieren preservar el entorno, cuando su tradición mandaba matar un león como rito de paso a la edad adulta. Abogan por la paz, cuando siempre han sido una tribu temida por su fiereza guerrera. Y van más allá. “A través del críquet -asegura el equipo en su página web-, promovemos la excelencia, el liderazgo de los jóvenes, los derechos de salud reproductiva y crecimiento económico para ayudar a las niñas y jóvenes a escapar del ciclo de pobreza y prácticas culturales retrógradas”. Este tipo de tradiciones contemplan los matrimonios forzosos o la mutilación genital femenina, una práctica todavía muy extendida (también entre los maasai), según datos facilitados por ONU Mujeres, a pesar de la legislación creada al uso.
 

Vamos a las escuelas -cuenta Memusi- y, contra el sida, recomendamos la regla del ABC [acrónimo en inglés para 'Abstinencia, Ser paciente y Condón']. En la iglesia, hacemos obras para difundir estos mensajes”. Hay recovecos del planeta donde no alcanzan las directrices anticonceptivas de Roma.

Aunque el conflicto entre tradición y modernidad sea patente en sus comunidades, el equipo maasai es un modelo de cómo combinarlo sin perder su identidad, al tiempo que se benefician de los aspectos salvables del llamado progreso. La carnavalesca combinación de la vestimenta maasai con el casco, los guantes o las almohadillas, necesarios para practicar este deporte, es un ejemplo.

El hermano de Memusi, Sonyanga (más mayor, más fornido y más serio), es el capitán del equipo, formado por jóvenes de entre dieciséis y treinta años, aunque el “núcleo duro” son once: cinco que viven en Endana y seis en Il Polei. Entrenan dos veces por semana en un campo situado en la cercana aldea de Il Polei. Bueno, cercana entre varios pares de comillas. A veces en moto, a veces a pie, los guerreros residentes en Endana recorren los 16 kilómetros de camino hasta la carretera principal y, una vez en el cruce, toman el matatu (un minibús colectivo por lo general descacharrado) durante otros 26 kilómetros, hasta Il Polei.

Además de la dificultad que les supone juntarse todos a entrenar por las complicaciones logísticas evidentes, también se enfrentan a los desafíos cotidianos de la zona: que un león se haya comido alguna de sus vacas o que unas hienas les hayan matado algunas ovejas.

Pero que todo esto no lleve a engaño. Las casas de sus familias son de barro, excremento de vaca y paja, mientras que los componentes del equipo están sin duda en una onda más moderna. Memusi estudió periodismo en la universidad y quiere ser fotógrafo, Seko Ole Mamai es un sacrificado maratoniano que va para hostelero, mientras que su hermano Adenoi estudió para contable. Los más mayores del equipo compaginan el críquet con el trabajo, porque de momento esta afición no les da para ganarse la vida.

Los Maasai Cricket Warriors viven de donaciones, bien del gobierno local, bien de benefactores. Cuando se presenta la oportunidad de acudir a un torneo, como el Last Mand Stands de septiembre de 2013 en Reino Unido, ponen en marcha un sistema de donaciones por internet. Sonyanga confía en que el documental que en breve saldrá sobre el equipo les dé mayor visibilidad y procure algún ingreso.

El entrenamiento en la escuela de Endana ha concluido por hoy. La madre de Memusi y Sonyanga, una señora bajita de pelo rapado, contempla la escena a lo lejos junto a la madre de los Ole Mamai. Siempre que pueden, van a animar a sus retoños. “¿Le gusta que sus hijos jueguen a críquet?”, le consulto a la primera. Memusi lo traduce al maa, el idioma de los maasai, y ella responde en inglés con el pulgar levantado: “Cricket, number one!”.

De repente, Memusi saca un smartphone de debajo de la manta roja que arropa su cuerpo y propone que nos hagamos unas fotos juntos. Le pido que me las mande. “¿Tienes whatsapp?”, pregunta. Y nos despedimos.

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