Memusi Ole Ngais aparece al final del camino a lomos de una bicicleta de montaña. Se ha vestido para la ocasión: una manta roja maasai recubre su cuerpo, y abalorios de colores, el cuello y el pelo. Saluda amablemente y pregunta si ha sido fácil encontrar Endana, y lo cierto es que ha hecho falta una hora de moto por caminos casi invisibles en medio de una planicie habitada por humanos y fauna a partes iguales. Es su enlace cotidiano con la civilización, representada en este caso en forma de asfalto.
Memusi es uno de los Maasai Cricket Warriors, un grupo de 23 guerreros maasai que, varias veces al mes, se enfunda los guantes, carga con los bates y juega a críquet. “Empezamos en el año 2007, a través de una mujer llamada Aliya [Bauer], una investigadora sudafricana afincada en Kenia y apasionada del críquet”, asegura. “Les enseñaba críquet a los niños. Y los guerreros maasai estaban por la zona y se interesaron”, resume de forma un tanto vaporosa.
Hoy
se han juntado varios para entrenar a un grupo de chavales de la
Escuela Primaria de Endana. Los niños, con más voluntad que
técnica, tratan de atizar a la bola con el bate. La mayoría de las
ocasiones, de manera infructuosa. El fútbol despierta más simpatías
en este rincón del mundo, pero estos emisarios improvisados del
críquet no desisten. Adenoi Ole Mamai corrige el movimiento a un
chaval, que asiente como por cumplir y corre a esconder su timidez en
una fila de compañeros.
“En
Laikipia [la región en la que está enmarcada
Endana], no hay mucho críquet”, lamenta Memusi. “En
las ciudades, como Nairobi, sí se juega, pero
aquí nosotros somos los embajadores del críquet. Lo hemos extendido
por quince escuelas y siete
institutos”. Acto seguido, endurece el gesto y, cual eslogan
publicitario, suelta: “Aunque, para nosotros, el críquet no es
solo un juego. Nosotros lo usamos como un arma para combatir las
injusticias en la comunidad. Como la mutilación genital femenina, el
sida y el VIH, y para promocionar la igualdad de sexo”.
Esta
expansión por escuelas también ayuda a promover la educación y la
auto-realización. Como una de las comunidades más pobres del Kenia,
los maasai sufren las consecuencias del desempleo y de otros males
más recientes, como la tendencia al alcoholismo o la drogadicción.
El trabajo en equipo que propicia el críquet busca integrarlos en la
sociedad.
Estos
nuevos maasai rompen moldes a la misma velocidad a la que lanzan la
pelota: quieren preservar el entorno, cuando su tradición mandaba
matar un león como rito de paso a la edad adulta. Abogan por la paz,
cuando siempre han sido una tribu temida por su fiereza guerrera. Y
van más allá. “A través del críquet -asegura
el equipo en su página web-, promovemos la excelencia, el
liderazgo de los jóvenes, los derechos de salud reproductiva y
crecimiento económico para ayudar a las niñas y jóvenes a escapar
del ciclo de pobreza y prácticas culturales retrógradas”.
Este tipo de tradiciones contemplan los matrimonios forzosos o la
mutilación genital femenina, una práctica todavía muy extendida
(también entre los maasai), según datos facilitados por ONU
Mujeres, a pesar de la legislación creada al uso.
“Vamos
a las escuelas -cuenta Memusi-
y, contra el sida, recomendamos la regla del ABC [acrónimo en
inglés para 'Abstinencia, Ser paciente y Condón']. En la
iglesia, hacemos obras para difundir estos mensajes”. Hay
recovecos del planeta donde no alcanzan las directrices
anticonceptivas de Roma.
Aunque
el conflicto entre tradición y modernidad sea patente en sus
comunidades, el equipo maasai es un modelo de cómo combinarlo
sin perder su identidad, al tiempo que se benefician de los
aspectos salvables del llamado progreso. La carnavalesca combinación
de la vestimenta maasai con el casco, los guantes o las almohadillas,
necesarios para practicar este deporte, es un ejemplo.
El
hermano de Memusi, Sonyanga (más mayor, más fornido y más serio),
es el capitán del equipo, formado por jóvenes de entre dieciséis y
treinta años, aunque el “núcleo duro” son once: cinco que viven
en Endana y seis en Il Polei. Entrenan dos veces por semana en un
campo situado en la cercana aldea de Il Polei. Bueno, cercana
entre varios pares de comillas. A veces en moto, a veces a pie, los
guerreros residentes en Endana recorren los 16 kilómetros de camino
hasta la carretera principal y, una vez en el cruce, toman el matatu
(un minibús colectivo por lo general descacharrado) durante otros 26
kilómetros, hasta Il Polei.
Además
de la dificultad que les supone juntarse todos a entrenar por las
complicaciones logísticas evidentes, también se enfrentan a los
desafíos cotidianos de la zona: que un león se haya comido alguna
de sus vacas o que unas hienas les hayan matado algunas ovejas.
Pero
que todo esto no lleve a engaño. Las casas de sus familias son de
barro, excremento de vaca y paja, mientras que los componentes del
equipo están sin duda en una onda más moderna. Memusi estudió
periodismo en la universidad y quiere ser fotógrafo, Seko Ole Mamai
es un sacrificado maratoniano que va para hostelero, mientras que su
hermano Adenoi estudió para contable. Los más mayores del equipo
compaginan el críquet con el trabajo, porque de momento esta afición
no les da para ganarse la vida.
Los
Maasai Cricket Warriors viven de donaciones, bien del gobierno local,
bien de benefactores. Cuando se presenta la oportunidad de acudir a
un torneo, como el Last Mand
Stands de septiembre de 2013 en Reino Unido, ponen en marcha un
sistema de donaciones por internet. Sonyanga confía en que el documental que en breve saldrá sobre el equipo les dé mayor
visibilidad y procure algún ingreso.
El
entrenamiento en la escuela de Endana ha concluido por hoy. La madre
de Memusi y Sonyanga, una señora bajita de pelo rapado, contempla la
escena a lo lejos junto a la madre de los Ole Mamai. Siempre que
pueden, van a animar a sus retoños. “¿Le gusta que sus
hijos jueguen a críquet?”, le consulto a la primera. Memusi lo
traduce al maa, el idioma de
los maasai, y ella responde en inglés con el pulgar levantado:
“Cricket, number one!”.
De
repente, Memusi saca un smartphone de debajo de la manta roja
que arropa su cuerpo y propone que nos hagamos unas fotos juntos. Le
pido que me las mande. “¿Tienes whatsapp?”, pregunta. Y
nos despedimos.
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