viernes, 15 de febrero de 2013

El caso

Volvía del cento de Nairobi un tanto puteado: la paciencia derrochada en el búnker amarillo que es la oficina de Inmigración keniana me había dejado los nervios un tanto al límite. Venía de volver a solicitar la tarjeta de residente después de que, días antes, me levantaran la cartera con todos los documentos. Era el 22 de agosto, el aniversario de la muerte de Jomo Kenyatta, el único día en el que se puede visitar su mausoleo, un recinto cerrado junto al Parlamento, en el que un pasillo de banderas nacionales desembocan en un horrible monumento de mármol negro. Pero era uno de esos días (debería dedicarles una entrada) en los que cuando los amigos de tus padres te preguntan por tu trabajo con un "¿y qué haces en Kenia?" responderías gustoso: "Eso mismo me pregunto yo". Uno de esos días.

Así pues, volvía a casa enfurruñado, también porque justo "este año sólo se permite la entrada al mausoleo a los familiares del señor Kenyatta". Y tres blancos tratando de acceder al recinto no colaba como parientes, acaso lejanos, del laureado padre de la patria.

Tomé el matatu en Uhuru Park de vuelta a casa y llamé a una amiga. En el despiste de la conversación (error de novato) me colaron una mano en el bolso y me levantaron la pasta. En la confusión del robo (error de novato II) me robaron también el móvil. Acabé con el ladrón en la calle, rodeado de mirones (digamos que el sentido del civismo entre el keniano medio... está por desarrollar). Pero el escándalo montado hizo que un policía se acercara desde una rotonda cercana y nos llevara a ambos a una comisaría.

Entonces no lo sabía, pero aquello era el inicio de un proceso judicial que iba a durar unos cuantos meses.

No daba un duro porque aquello fuera a ninguna parte. En la comisaría, un policía había abierto el caso con un folio en blanco escrito a mano. Me había mandado ir a la tienda de enfrente a comprar una denuncia: en la comisaría apenas sí tenían algo sobre lo que escribir. Todo aquello, pensaba, era en balde: el agente que estaba haciendo el trámite tenía un iPhone sobre la mesa. Y cuando un policía keniano, cuyo salario ronda los 15.000 chelines mensuales (unos 140 euros), tiene un aparato del estilo sólo puede significar una cosa: que el tipo es un corrupto de cuidado.

Pero un día, a finales de septiembre, una llamada me citó al dia siguiente en los tribunales. Los tribunales de Kibera -que a partir de entonces visitaría asiduamente- son de las pocas construcciones de cemento de la barriada chabolista.
 
Imagen tomada de acá

La vista preliminar dura apenas diez minutos, pero la cantidad de casos que hay en la misma sala hace que la espera sea de cinco horas. La sala está a reventar de gente y tenemos que quedarnos de pie. Además, nos hemos juntados dos salas para compartir fiscal porque el nuestro no se ha presentado. La Embajada de España me dirá después que, en realidad, el número de fiscales en el país africano es mínimo y que el problema se repite de forma asidua.

Al concluir la vista, mi ladrón, un kikuyu que responde al nombre de Joseph Tatia Ngugi, se me acerca y me intenta dar la mano, a lo que me niego. No sé si es normal que el criminal hable con la víctima, pero la normalidad es un concepto subjetivo, no digamos ya por acá.

Viste la misma ropa que un mes antes, cuando me robó y me acusó de ser yo el ladrón, pese a pillarle con las manos en la masa. Dice que está sufriendo mucho, que me va a devolver el dinero, que no lo va a volver a hacer. Tiene un papel en el oído. Durante la vista, un tipo con el que hablo -al que le robaron la mercancía de su tienda- me dice que cree que es un dispositivo para comunicarse con su abogado, como si esto fuera una película de espías.

Uno de los policías de la prisión me dice, de parte del ladrón, que la mujer de éste va a venir a hablar conmigo. La mujer del acusado es una esteticién que ha venido desde quintalapolla para tratar de que perdone a su marido. Tiembla mientras hablamos. Le pregunto si sabe qué ha hecho su marido y me dice que no. Le relato el robo. Ella pensaba que su marido era un "broker in town". Me tengo que contener la risa. Pide perdón y le digo que soy yo el que lo siente por ella, que está metida en la mierda por algo que no es su culpa, sino la de un raterillo.

Al salir de los tribunales de hablar con la señora, me vuelve a hablar un policía, de parte del ladrón. Que quiere volver a hablar conmigo. Yo estoy hablando con el tipo de la película de espías.

Yo, al policía: "No, ya hemos hablado y no quiero volver a hablar con él".

El peliculero: "¡Déjale que sufra!"

El policía: "Dice que te va a devolver el dinero"

El peliculero: "Bueno, si te devuelve el dinero..."

Servidor: "No, quiero que siga el proceso"

El peliculero, al policía: "Ya sabes, esta gente tiene principios" (literalmente: You know, this people -refiriéndose a los blancos- have principles).

La carcajada es sólo interna.

La siguiente vista está programada para un mes después, para el 26 de octubre. Antes de entrar a la sala, al pasar delante de mí en los pasillos de los tribunales, que destilan alcohol que se matan, Tatia me pregunta si le perdonaré esa vez.

Mientras avanzan otros casos, veo que hay una excusa recurrente por parte de los abogados: "mi defendido es estudiante y solicita libertad bajo fianza para poder presentarse a los exámenes". En una de esas, el magistrado (que tiene la extraña habilidad de mezclar corbatas de cuadros con camisas de rayas de un modo particularmente peligroso para epilépticos) salta: "Creo que ya no hay exámenes, ¿en qué centro estudia su defendido?". El abogado traga saliva y contesta: "Déjeme confirmarlo". Lo deja para la siguiente vista.

El juez, el fiscal y el abogado defensor hablan en inglés. Como en la universidad. Los centros de poder y de alta educación mantienen la herencia colonial inglesa y hablan en inglés. Un asistente, sin embargo, se encarga de traducir todo a suajili para el resto de la gente. Pero entre el suajili se cuelan palabras en inglés que no existen en la lengua de la zona. Su señoría, "your honour", por ejemplo. El mazo del juez se sustituye aquí por unos golpes con el culo de un bolígrafo sobre una mesa rematada de cartones.

Llega mi caso. Your honour pregunta por testigos. Poco familiarizado con el sistema inglés (y con los sistemas judiciales en general), yo no me doy por aludido, porque entonces pienso que soy querellante y no testigo de la acusación, como, en efecto, soy. Después de esperar tres horas y media allá, la vista se confirma para el día siguiente.

Día siguiente. 27 de octubre. Tras tres horas en la minúscula y abarrotada sala 9, nos mueven a la sala 2, una de las principales del recinto. Allí cabemos todos, incluso sentados.

Tomo apuntes de otros casos: el fiscal, que aún conserva las etiquetas en el traje que viste, repite varias veces "hemos emitido una orden de arresto para fulanito". Muchos acusados aprovechan la libertad bajo fianza para desaparecer.

Tatia sigue vistiendo la misma ropa del día del hurto. Me llaman a declarar y me hacen la escenita peliculera esa de jurar con la mano en alto. El asistente del juez me pregunta por mi fe y se queda un poco perdido cuando le digo que no soy creyente. Hay ahí una biblia, un corán y lo que imagino son libros sagrados de otras religiones. Al final el tipo opta por meterme en el saco católico y me hace coger una biblia en cuyo lomo está escrito, a bolígrafo azul: "Biblioteca de los Tribunales de Kibera ¡No robar!"

A esas alturas de la película ya me parece oir la voz de Gracita Morales y José Luis López Vázquez en la genial Atraco a las 3.



Repito el juramento que me dicen y respondo a las preguntas del fiscal. El ladrón dice que no oye -en las vistas anteriores ha reiterado unos supuestos problemas de oído- y el juez vuelve a pedir una revisión médica. Se fija la vista siguiente para un día de enero en el que no estaré en Nairobi.

Al salir del edificio se me aproxima una mujer con una niña. Dicen ser la mujer y la hija del acusado, pero la señora no es la de la vez anterior. De hecho, la esteticién de la otra vez está mirando la escena desde unos metros más allá. La señora me perjura que sus ingresos dependen del ladrón de su marido y blabla. Cuando voy a responderle, la mujer y la niña se largan sin escucharme junto a uno de los policías de la prisión, intuyo que para ver Tatia.

Hay otra vista el día 3 de diciembre a la que no tengo que asistir, sino que es para comprobar cómo va el oído del ladrón. Pero voy, a ver si puedo cambiar la fecha a una en la que pueda asistir al juicio. En la sala me encuentro con la novia de un amigo, que está en juicio contra un desequilibrado mental que le abrió la cabeza de una pedrada en el centro de Nairobi.

Mientras espero a mi caso, hay un contencioso entre un padre y una hija. No logro descifrar lo que le robó, pero debió de ser tela marinera. La escena es enternecedora, con la hija -una señora adulta- con la cabeza gacha y casi en llanto, cual cría pillada in fraganti. El padre, tirando a anciano, decide perdonarla.

Entre el olor a pis de la sala, sale a declarar un acusado que lleva las rastas atadas con una bolsa negra de basura. Faltan testigos. Pero el juez sabe que hay huelga de matatus, por lo que concede el aplazamiento pedido por el fiscal. Entre tanto, llega mi turno y no consigo el aplazamiento.

Días después, el 20 de diciembre, me dirijo a la comisaría del policía del iPhone (dudo mucho que haya sólo uno, pero ya nos entendemos) para redactar un escrito al juez en el que declaro el motivo de mi ausencia durante la siguiente vista. Solventado el tema, me despido con un "Feliz Navidad" y salgo de la sala. Sami, que así se llama el madero, me llama de un grito y me hace volver a entrar: "Has dicho feliz navidad... ¿dónde está mi regalo?". Ni le respondo y me largo descojonándome por su descaro.

El 31 de enero, después de perseguir a mi amigo Sami para que me dé la nueva fecha del juicio, me dice: "Le concedieron [a Tatia] la libertad bajo fianza, ya sabes que los tribunales hacen esas cosas. Pero luego no se ha vuelto a presentar. Hemos emitido una orden de arresto". Los que pensamos fatal interpretamos que el ladrón se repartió el botín con sus carceleros y se marchó. Y a su barco lo llamó Libertad.



Mucho mejor Los Petersellers que la original de José Luis Perales.

Hace unos años, Daniel Iriarte, buen amigo y mejor periodista, me contó que, al terminar de rodar su documental, El rumor de la arena, sobre el problema del Sáhara Occidental, uno de los autores sugirió el título Así les va, dado el proceder desesperante de los saharauis para resolver sus asuntos. Así les va podría ser también un título sobre la justicia keniana. Y, oye, sobre muchas otras cosas.

1 comentario:

Lorenzo Pardo dijo...

Esta se me había pasado, ¡menos mal que la has enlazado en el resumen de tu tercer año!

Siento mucho que te roben, pero oye, viendo las historietas que sacas de ello, casi es de agradecer ;)

¡A cuidarse!