viernes, 26 de diciembre de 2014

Cicatrices de la gran ola

Voluntarios trasladan cadáveres en Ule Lhee, en Banda Aceh, en enero del 2005. Foto: AFP.

Vi una ola gigantesca y supe que algo malo iba a pasar. No era un día de tormenta y me extrañó que se pudiera formar una ola tan grande. Nadie sabía qué era aquello”. El indonesio Beri Kurnidai perdió a toda su familia el 26 de diciembre de 2004. Entonces tenía 19 años. Su ciudad natal, Banda Aceh, en el extremo septentrional de la isla de Sumatra, fue la más afectada: unas 170.000 perecieron cuando aquella ola gigantesca se precipitó sobre la costa. Una veintena de países del sur de Asia, Oceanía y África se vieron afectados, y el cómputo total de cadáveres y desaparecidos superó los 230.000.

Beri estaba en la cercana isla de Sabang con unos amigos y se disponía a regresar a Banda Aceh cuando llegó el tsunami. Un terremoto de 9,1 grados en la escala de Richter (según datos del Centro Geológico de Estados Unidos) había sacudido la zona minutos antes. El epicentro se encontraba a unos doscientos kilómetros de allí. “Decidimos quedarnos en Sabang hasta que la situación se aclarara”, relata por teléfono. Sus padres y sus tres hermanos, no obstante, estaban en Banda Aceh. “Vivíamos muy cerca de la playa... Intenté comunicarme con ellos, pero la llamada no conectaba. Luego vi por la tele lo que había pasado allí. Y seguí intentando llamar a mi familia, pero no había conexión”. Pasaron dos semanas hasta que Beri y sus amigos decidieron regresar a la ciudad. Consideraron que la situación se había normalizado, pero no sabían que, en realidad, era entonces cuando empezaba el trabajo.

Fue la mayor respuesta internacional a una emergencia en la historia. También fue el mayor operativo para uno de los gigantes de la gestión de desastres: Cruz Roja. “Nuestros esfuerzos se centraron en los cuatro países más afectados: Indonesia, Sri Lanka, Maldivas y Tailandia”, asegura Patrick Fuller, director de comunicación de la Federación Internacional de Cruz Roja en la región Asia-Pacífico. “Desde la puesta en marcha de equipos de búsqueda y rescate en Tailandia, al adiestramiento sobre primeros auxilios en Sri Lanka, pasando por la plantación de manglares en Indonesia para reducir el riesgo de inundaciones”, detalla Fuller.

Las labores de rescate fueron tan complejas como dolorosas. “Al volver a Banda Aceh -señala Beri-, no había ningún sitio donde quedarse, porque todas las casas habían sido arrasadas por la ola. Me tuve que alojar en casa de unos familiares que vivían a unos kilómetros de la ciudad”. Durante un mes recorrió el paisaje postapocalíptico de Banda Aceh en busca de su familia. “Éramos seis. Ninguno sobrevivió”. Idéntica situación a la de miles de personas de la zona.

Beri Kurnidai en 2005. Foto: Plan International.
Beri no permitió que la tragedia le dominase. Tampoco ahora: habla con voz pausada y no especialmente expresiva. Consciente de la circunstancia, enseguida se prestó a ayudar. A encargarse de los que sí habían logrado salir con vida tras el azote del tsunami. “Me apunté como voluntario en la ONG Plan International. Y estuve con ellos trabajando en el departamento de Cuidado y Desarrollo de Temprana Infancia. Vivía con varias personas más en el alojamiento que nos proporcionaba la organización. Y estuve así hasta entrado 2005”.

La comunidad internacional movilizó entonces ayuda por un valor equivalente a 11.200 millones de euros. Casi la mitad de esta cantidad fue a parar al país más devastado: Indonesia, un Estado al que la organización de lucha contra la corrupción Transparencia Internacional (TI) puntúa con un 34 de 100. El entonces director de la rama indonesia de TI, Leonard Simanjuntak, alertó de que sus pesquisas sobre el terreno revelaron situaciones “irregulares en la construcción de alojamientos temporales, algunas exageraciones en los precios y los números... por parte de instituciones gubernamentales”. Según Simanjuntak, la emergencia había hecho que las agencias estatales prestaran menos atención de la habitual a sus cuentas.

Para evitar desvíos de fondos, fueron varias las empresas que se ofrecieron a auditar las cuentas del desembolso humanitario internacional. A pesar de la relativamente rápida reconstrucción y de la mejora de las infraestructuras, una de las obras más cuestionadas en este sentido fue el Museo del Tsunami, en Banda Aceh, para el que se destinaron el equivalente a 5,3 millones de euros y que está casi en desuso desde su apertura, en 2009.

El tsunami sirvió también para poner al descubierto otras carencias del sistema de emergencias en la región. Informes de 'The Asia Foundation' destinados a hacer seguimiento a los esfuerzos de rehabilitación y reconstrucción de la zona señalan varias goteras en el proceso. Entre ellos, la delgada línea entre las víctimas y el victimismo, cuando varios habitantes de la región no afectados por la desgracia trataron de hacerse con alojamientos destinados a personas que se habían quedado sin hogar a consecuencia de la gran ola. O el hecho de que no se consultara a los beneficiarios reales sobre el diseño de las nuevas viviendas de las que ellos mismos iban a disfrutar. “La coordinación efectiva y un liderazgo claro fueron dos áreas que mostraron claras deficiencias”, destaca sin reparo Fuller desde Cruz Roja.

Durante el quinquenio 2005-2010, Cruz Roja construyó 57.000 nuevas casas, y reconstruyó o reparó un millar de escuelas y hospitales. En total, proporcionó ayuda humanitaria a más de 4,3 millones de personas. Gente que había perdido a su familia, su casa, su medio de vida. Personas como Eli Fitriyani, recién estrenada la veintena en el momento del tsunami. La casualidad quiso que unos amigos la invitaran a una fiesta en las montañas cercanas a Banda Aceh la noche del 25 de diciembre. Después de cenar, se quedó a dormir. “Planeaba volver a casa cuando ocurrió todo. El terremoto que precedió a la ola fue tan fuerte que nos quedamos en la montaña. No vi el tsunami, pero sí noté el terremoto. Fue muy violento”, rememora Eli. Sus efectos se tradujeron en olas de hasta treinta metros que entraron más de dos kilómetros tierra adentro en algunos lugares. Y se hicieron notar incluso en el otro extremo del Océano Índico, en las costas de Somalia, a 4.500 kilómetros del epicentro y donde murieron alrededor de 300 personas.

Cuando el nivel del agua bajó en Banda Aceh, Eli fue a la búsqueda de su familia, que no dio frutos hasta el tercer día. “Pregunté a mucha gente por si habían visto a mis familiares”, indica. De repente, un día, buscando entre la gente refugiada en una mezquita, oyó un grito que reconocía: “¡Kaka! ¡Kaka!”. “Mis hermanos me llamaban así”. Se pudo reunir con tres de sus hermanos menores. “Éramos 16 y solo sobrevivimos 4. En aquel momento yo estaba estudiando, y me tuve que convertir en la madre de mis hermanos”, describe, mientras pasa las páginas de su álbum de fotos. Las imágenes recogen los momentos posteriores al desastre, cuando su vida volvió a empezar en casa de unos familiares, quienes les ofrecieron alojamiento mientras seguían rastreando la ciudad en busca de padres y hermanos. Con el tiempo, se convirtieron en beneficiarios de varias ONGs, y les proporcionaron sustento y materiales de construcción para edificar su propia vivienda. Hasta 2008, cuando ya pudieron permitirse una vivienda más grande, robusta y permanente.

Ahora, Eli es profesora y madre de dos niñas, y sus tres hermanos estudian en la universidad. Beri, por su parte, trabaja en el Ministerio de Obras Públicas asegurándose de que las nuevas infraestructuras estén diseñadas para resistir las embestidas de la naturaleza. Aunque éstas sean olas del tamaño de un rascacielos.


* Este texto fue publicado el pasado 21 de diciembre en el suplemento 'Más Periódico' de El Periódico de Catalunya.

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