Vengo de darme un baño en el Índico después de un día de trabajo interminable. Mientras me sacudía la arena de los pies, con una sonrisa que me daba la vuelta a la cara, me he acordado de un texto que escribió hace tiempo mi compañero de profesión (y, sin embargo, amigo) Daniel Iriarte para la publicación del colegio mayor en el que nos conocimos. Han pasado cuatro años y medio desde entonces y, aún hoy, no le cambiaría ni una coma:
¿Por qué viajamos? A menudo me lo he preguntado, y en cada época de mi vida me he dado respuestas diferentes –hablo por mí, no conozco tanto al resto del mundo-: para ser más independiente, para ensanchar la mente, por el placer estético de lo que uno ve. Y lo único que ha permanecido invariable es la jodida necesidad de viajar, que parece que tiene impulso propio. Porque resulta que ninguna de las respuestas lo explicaba todo.
Veamos: a menudo los que vamos por la vida de aventureros tragasables somos los más intolerantes. Cuántas veces he oído comentarios despectivos hacia uno “que no ha salido de casa en su vida”. Señores, salir de casa no garantiza nada. Todos conocemos personas que viajan a menudo, pero a las que no se les mueve ni un tornillo de la cabeza por lejos que estén. Y lo malo es que, precisamente por eso, se creen los más abiertos y cosmopolitas. Así que descartemos la apertura de miras como motivo para viajar, porque eso no se puede forzar (decía el sabio coñón: “un turista es aquel que viaja diez mil kilómetros para confirmar sus prejuicios”).
¿El placer estético? Existe, al contemplar un mercado africano o un desierto. Pero también ante un Rodín, una película de Kurosawa o una bella camarera. Ergo, no es necesario viajar para sentirlo.
¿Independencia, aprendizaje, sabiduría? Son buenos motivos: aprender a moverse por el mundo aumenta la autoconfianza, es indudable; pero más lo hace tu primer trabajo remunerado (que es, por cierto, donde a uno le sale la barba). ¿Se aprende viajando? Claro: no todo está en los libros, ni siquiera en Internet. Y además, lo mejor de todo, es que uno se lo pasa de miedo mientras aprende. Aunque, como vengo diciendo, hace falta un espíritu determinado para que un viaje sea verdaderamente productivo.
Lo que intento decir es que viajar no es un cheque que certifique la sabiduría. Puede ayudarnos a ser un poco más respetuosos, tener mayor capacidad de comprensión de las complejidades del mundo al haber aprendido que no todo se reduce a nuestro entorno; puede inspirarnos para ser más creativos, ayudar a que nos pasen cosas más interesantes, porque estamos más abiertos a ello. Pero el proceso mental que se produce en nosotros no es diferente al de cambiar de trabajo o de ciudad o conocer a una persona fascinante. Lo bueno, lo verdaderamente fantástico, es que en un viaje nos pasan todas esas cosas al mismo tiempo, así que, ¿por qué no hacerlo?
Si hoy me volviese a hacer la pregunta, probablemente sería más humilde en mi respuesta: diría “porque me gusta”, como los niños pequeños. Porque lo único que sé es que, a veces, cuando mis botas estaban enterradas en la arena y la gente a mi alrededor gritaba en lenguas extranjeras, las cosas tenían sentido. Por eso nunca lo dejé.
Veamos: a menudo los que vamos por la vida de aventureros tragasables somos los más intolerantes. Cuántas veces he oído comentarios despectivos hacia uno “que no ha salido de casa en su vida”. Señores, salir de casa no garantiza nada. Todos conocemos personas que viajan a menudo, pero a las que no se les mueve ni un tornillo de la cabeza por lejos que estén. Y lo malo es que, precisamente por eso, se creen los más abiertos y cosmopolitas. Así que descartemos la apertura de miras como motivo para viajar, porque eso no se puede forzar (decía el sabio coñón: “un turista es aquel que viaja diez mil kilómetros para confirmar sus prejuicios”).
¿El placer estético? Existe, al contemplar un mercado africano o un desierto. Pero también ante un Rodín, una película de Kurosawa o una bella camarera. Ergo, no es necesario viajar para sentirlo.
¿Independencia, aprendizaje, sabiduría? Son buenos motivos: aprender a moverse por el mundo aumenta la autoconfianza, es indudable; pero más lo hace tu primer trabajo remunerado (que es, por cierto, donde a uno le sale la barba). ¿Se aprende viajando? Claro: no todo está en los libros, ni siquiera en Internet. Y además, lo mejor de todo, es que uno se lo pasa de miedo mientras aprende. Aunque, como vengo diciendo, hace falta un espíritu determinado para que un viaje sea verdaderamente productivo.
Lo que intento decir es que viajar no es un cheque que certifique la sabiduría. Puede ayudarnos a ser un poco más respetuosos, tener mayor capacidad de comprensión de las complejidades del mundo al haber aprendido que no todo se reduce a nuestro entorno; puede inspirarnos para ser más creativos, ayudar a que nos pasen cosas más interesantes, porque estamos más abiertos a ello. Pero el proceso mental que se produce en nosotros no es diferente al de cambiar de trabajo o de ciudad o conocer a una persona fascinante. Lo bueno, lo verdaderamente fantástico, es que en un viaje nos pasan todas esas cosas al mismo tiempo, así que, ¿por qué no hacerlo?
Si hoy me volviese a hacer la pregunta, probablemente sería más humilde en mi respuesta: diría “porque me gusta”, como los niños pequeños. Porque lo único que sé es que, a veces, cuando mis botas estaban enterradas en la arena y la gente a mi alrededor gritaba en lenguas extranjeras, las cosas tenían sentido. Por eso nunca lo dejé.
4 comentarios:
precioso...
cuanta razón... más ahora que la gente vive en esa carrera por ver quien ha viajado más, cuanto más lejos mejor, y cuanto más rápido ponga sus fotos en el **** facebook mejor...
touché
Muy bueno. Totalmente de acuerdo con el texto y con el comentario de Sanbru.
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