miércoles, 10 de abril de 2013

La ceremonia de los tres millones de euros

La lista de buenos momentos que te puede regalar el despertador sonando a las cinco y media de la mañana es reducida casi por definición. El caso de ayer siguió la norma.

Después de cubrir una insufrible campaña electoral en Kenia y unos comicios, sólo quedaba ya asistir a la investidura presidencial para olvidarse de todo este maldito asunto de una puta vez por todas.

Había diluviado toda la noche. Sin embargo, al llegar al estadio del complejo deportivo Moi, en Kasarani, unos pocos kilómetros al norte de Nairobi, la estampa era algo más poética.



Ser periodista tiene sus puntos positivos aunque no lo crean. Un pase de prensa abre muchas puertas, y uno se saltó a la torera la fila interminable que ya a las seis de la mañana amenazaba con asaltar la sede de la ceremonia. Eso sí, en medio del tumulto que tuve que atravesar hasta la puerta, noté cómo una mano entraba en mi bolsillo intentando rascar algo, sin suerte esta vez. Una vez que le aparté la mano, el raterillo, un señor que rondaba la cincuentena, siguió mirando hacia otro lado como si nada. Era uno de los seguidores de Uhuru Kenyatta, el ahora ya nuevo presidente de Kenia. Un digno representante de su candidato elegido: un ladronzuelo.

Las gradas del estadio se llenaron rápidamente de la peor raza de gente que existe, por delante incluso de los taxistas: los gruppies políticos. El día había sido declarado festivo, por lo que hordas y hordas de seguidores de Uhuru se desplazaron hasta Kasarani. Dudo que la elección de la sede fuera casual: es la más cercana a los bastiones del nuevo presidente, en el centro de Kenia, zona de concentración de la comunidad kikuyu.

He leído en muchas ocasiones que fueron los colonos los que crearon fama de tal o cual cosa a cada tribu en Kenia. En el caso de los kikuyu, eran los trabajadores que mejor se adaptaron a la ocupación británica y que cooperaron con los invasores y hasta ocuparon cargos destacados. Los kikuyu tienen fama de avariciosos y de ladrones. Entre expatriados, conozco a gente que usa kikuyu como insulto para llamar a alguien avaro o rata.

Kenia es un país kikuyu. No suman el 25 por ciento de la población, pero son de los que mayor acceso a la educación tienen, los que habitan zonas fértiles y cuya comunidad se agrupa en los alrededores de Nairobi, lo que supone una mejora de infraestructuras, acceso a bienes y demás. Los kikuyu fueron quienes crearon el movimiento independentista Mau Mau, quienes lucharon para hacerse con el poder a la independencia, quienes colocaron al kikuyu Jomo Kenyatta como primer presidente del país (es el padre de Uhuru, y autor de un tratado antropológico sobre... ¿la diversidad de Kenia? ¡no! Sobre los kikuyu).

A la muerte de Kenyatta, en 1978, llegó a la presidencia Daniel Arap Moi, un kalenjin. Se seguía con el sistema de partido único... hasta que los kikuyu comenzaron una campaña para lograr una democracia multipartita. Lo lograron en 1992. Diez años después, un kikuyu, Mwai Kibaki, llegaba a la presidencia. Ahora, sucede a Kibaki otro kikuyu, el tercero de los cuatro presidentes que ha tenido Kenia desde su independencia.

Volviendo a la ceremonia. Las zonas habilitadas para la prensa quedaban totalmente desprotegidas del sol o de la lluvia. Un blanco se iba a quemar ahí se pusiera la protección solar que se pusiera. No existe antídoto posible contra seis horas al sol keniano. Menos mal que algún periodista se apiadó y empezó a compartir paraguas...

Son las seis y media de la mañana. Llegan las ocho y empiezan las danzas tradicionales. Matadme, matadme. No, esperen. Después llega el reaggeton. ¿El código penal keniano no dice nada del reaggeton a las nueve de la mañana? ¿En serio que no acarrea pena de muerte? Más tarde, las 60.000 localidades del estadio en-lo-que-cen cuando Jaguar hace un mal playback de su archiconocido Kigeugeu:




Pasan las horas y la seguridad del evento me quita de la cabeza la idea de atentar en un lugar en el que se congregan Museveni, Mugabe, Kagame y demás estadistas de postín, reconocidos defensores de los derechos humanos. Un chucho antiterrorista nos viene a olisquear las mochilas a los periodistas. En la mía, lo más que iba a encontrar es un sandwich mixto.

De hecho, antes de que empezara la ceremonia en sí (lo que había hasta el momento no era sino "entretenimiento", según el programa) opté por comerme el bocata rezando a Santa Klaus por que no me entrara un apretón, ya que, dadas las circunstancias, no habría podido ir al baño. Pero como la idea del boicot presidencial me seguía rondando bastante, la bolsa del supermercado en la que envolví el bocata pareció leerme la mente y echó a volar libremente hacia la tribuna de autoridades, interceptada a tiempo por un compañero que me libró de una más de mis cagadas en grandes ocasiones. Parece como si me empeñara en coleccionarlas.

Llegaron los dignatarios extranjeros, por los altavoces se iban anunciando los presentes (y rectificando los que se creían presentes y no habían asistido, al más puro Kenyan style), tocaba la banda militar de vez en cuando, y, lo que más me sorprendió: se hacían referencias constantes al partido vencedor. Es una maniobra un tanto torpe, si lo que se pretende es unificar el país, como diría Uhuru más tarde durante su discurso.

Por fin, se hace todo el paripé interminable de la jura de cargo. Ya tengo las imágenes que necesitaba. Me escapo mientras el presidente ugandés, Yoweri Museveni, dice burradas de las suyas. A la salida del estadio me vuelvo a encontrar con el mercadillo improvisado que ha creado la investidura presidencial: desde primera hora se venden retratos hasta enmarcados del nuevo presidente a razón de 300 chelines. Eso sin regatear. En breve, ocuparán un lugar destacado en todas las tiendas y oficinas del país. Además, hay helados, bebidas, fruta, camisetas, banderas y gorras.

La ceremonia costó casi 3 millones de euros. Imagino que este es el modo que se tiene en los países nuevos de construir la identidad. Mucho ejército, mucha bandera, mucho himno, mucho símbolo. Si eso se gastara en una investidura en el país del que procedo -les digo a los periodistas kenianos que tengo al lado- la gente incendiaría La Moncloa. O no, porque yo ya me creo todo.

Uhuru se ha dado cien días para demostrar que trabajará por todos en un país política y tribalmente polarizado, mucho más tras las últimas elecciones. Espero (lo mismo que muchos kenianos tan escépticos como yo) que sorprenda para bien. Porque muchos ya se preguntan para qué sirve votar en Kenia.

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